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La Fornarina: la reina del cuplé

Fue la primera diva moderna del espectáculo español, una mujer carismática que llenaba teatros, desataba pasiones y marcaba tendencias estéticas.

Retrato coloreado de Antonio Esplugas, conservado en el Centro de Documentación y Museu de las Artes Escénicas

Hubo quien dijo que tenía “la gracia de una niña y la picardía de una parisina”, y quizá ambas cosas eran ciertas. Nacida en Madrid en 1884 en una familia humilde, comenzó casi por casualidad en los cafés cantantes. Su nombre artístico —“la panadera”, en italiano— surgió por parecerse a un cuadro de Rafael Sanzio, pero pronto se convirtió en sinónimo de elegancia provocadora. Tenía algo especial: no era precisamente la voz; tampoco el baile, aunque se movía con elegancia y picardía; era su manera de mirar, de insinuar sin caer en lo vulgar, de hacer que el público sintiera que cada gesto era un secreto compartido. En el Salón Japonés de Madrid primero, y más tarde en el Salón Kursaal, se convirtió en una referencia imprescindible del cuplé. Aún no existía la palabra “glamour”, pero ella ya lo encarnaba.

La Fornarina sabía que el cuplé era un arte de seducción controlada. Sus canciones —“La pulga”, “La machicha”, “El polichinela”— parecían inocentes, pero estaban llenas de doble sentido y humor fino. En La pulga hacía un juego de gestos tan sugerente que más de un inspector quiso prohibirlo… aunque, según cuentan, uno de ellos acabó riéndose tanto que olvidó levantar el acta.

Y estaba Clavelitos, quizá su número más famoso. La Fornarina lanzaba flores al público con tal gracia que algunos espectadores intentaban atrapar los claveles como si fueran talismanes. Su éxito no tardó en cruzar fronteras. En 1911, un representante del Moulin Rouge viajó a Madrid solo para verla. Le bastaron cinco minutos de actuación para ofrecerle un contrato. París la recibió como a una estrella exótica, una española capaz de iluminar un escenario solo con entrar. Los periódicos franceses la describían como “una aparición de fuego suave”, y su imagen comenzó a circular en postales, carteles y portadas de revistas. Hoy diríamos que fue viral.

Se hablaba de un misterioso millonario que le regalaba joyas y ramos de flores; se comentaba que poseía más de cien vestidos distintos y que jamás repetía traje en una noche importante. Incluso exigía que sus exóticos pendientes brillaran exactamente igual “porque una chispa más que otra trae mala suerte”. Puede que algunas historias fueran exageradas por la prensa, pero todas contribuyeron a construir su aura, una mezcla de encanto popular y sofisticación internacional.

En el momento más alto de su carrera, cuando parecía que nada podía detenerla, la enfermedad se cruzó en su camino. Los médicos hablaron de dolencias renales, quizá agravadas por el ritmo frenético de una vida de escenario. La Fornarina murió en Madrid el 17 de julio de 1915, con apenas 31 años. La ciudad se paralizó. Miles de personas la acompañaron en su último viaje, recordando que, durante una década, había sido la mujer más admirada de los escenarios españoles y europeos.