Quiero volar

Madrid

Ana se ha levantado pronto: está nerviosa, y siente que desde hace un par de horas no dormía, pero tampoco había despertado plenamente. En el duermevela, poco a poco, cobra conciencia de que hoy es el día: sale de la cama, busca a tientas las zapatillas, se frota los ojos. De mala gana, se dirige hacia el baño. Se mira en el espejo, sin mirarse. Ha convertido en un arte la técnica de lavarse los dientes, de peinarse, de maquillarse sin que sus ojos se encuentren con los de la imagen.

De reojo dirige algún breve vistazo a la báscula, que, como un paciente animal doméstico, aguarda en el rincón. Toma aire, lo exhala, y con todo el valor del que es capaz, se sube a la báscula. Cuando ve la cifra, no sabe qué decir. Hay un caracol enroscado en su tripa. Un aleteo, como de algo que quisiera volar, en la garganta. Por fin lo ha conseguido, los meses de comida sensata y de esfuerzos psicológicos la han devuelto a su peso normal. Ya puede decir adiós a la anorexia. Esto no ha acabado: el peso es un buena noticia, pero la enfermedad no queda derrotada hasta que su mente, su manera de enfrentarse a la vida y a sus emociones cambien. Aunque ya no es una niña, significa algo parecido a una nueva pubertad para una vida nueva. Aún queda terapia, esfuerzo y lágrimas, muchos cambios, paso firme en un camino muy largo. Pero por fin, tras tanto tiempo, le invade la esperanza.