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Robert Louis Stevenson. Jekyll y Tusitala

Su afán por la lectura le acompañó a mitigar sus dolores, sus problemas de salud. Acabó siendo en la persona que dibujó el primer mapa del tesoro.

El novelista Robert Louis Stevenson (1850-1894) / El País

Madrid

Muchos autores tienen en común una infancia enfermiza, un adulto que les cuenta impresionantes historias y un afán poco común por la lectura. Cómo viva el niño ese mundo imaginario y esa privación de libertad y de movimiento será determinante para las historias que invente y para la manera en la que se enfrente a la realidad. Stevenson cumple a la perfección con estas condiciones, y se llevó íntegro a la edad adulta todo ese legado.

Él se convirtió a su vez en el adulto que narraba, y que leía sin tregua. Y sus problemas de salud no desaparecieron con los años, pese a alejarse de su Escocia natal hacia el calor y el sol de Samoa, donde murió a los 44 años. Él mismo reconocía que no por eso dejó de escribir, una manera más efectiva de respirar que sus propios pulmones heridos, una forma más real de vivir aventuras que las que sus piernas podían llevar a cabo.

De hecho, el dolor era un fiel acompañante de su escritura. También lo era el alcohol. Y los fantasmas. Nacido en el ecuador exacto del siglo XIX, bajo la estricta férula de lo victoriano, el país bullía de historias y de narradores, desde los páramos evocadores de los románticos tardíos a la mirada tierna y compasiva de Dickens, a la proliferación de las historias para niños, provocada por el boom de la natalidad. Stevenson absorbió todo aquello, y muchas influencias más, y las convirtió en su mundo y en el nuestro. Aquel niño asustado por los cuentos de su niñera tocó varios subgéneros, y transformó para siempre todo lo que rozó.

La novela de aventuras encontró una cumbre en La isla del tesoro. Ah, la infancia sin límites, los piratas y las botellas de ron, un universo en el que él no había puesto jamás un pie y que nació como un entretenimiento de un verano lluvioso. El hijastro de Stevenson, un niño de doce años, comenzó a dibujar el mapa de la isla, y cada mañana Robert escribía un capítulo que leía a su familia, a la que tenía hechizada con la historia. Cuando saltó en forma de libro al público, el éxito fue inmediato.

Lograba eso con todo. Walter Scott parecía pesado y anticuado frente a la manera en la que Stevenson nos llevaba a la guerra de las dos rosas en La flecha negra. Sus cuentos, sus libros de viajes siguen siendo pequeñas piezas perfectas. Pero quizás lo que más le envidiemos los autores contemporáneos sea el más complicado de los logros, haber creado un nuevo arquetipo en la galería del horror, ya para entonces bastante saturada.

Jekyll y Hyde: la hipocresía social y la barbarie sin freno. Dos rostros de la sociedad victoriana, del mundo contemporáneo y del ser humano. Pero el de Stevenson muestra un semblante sereno y atractivo, con bigotes a la moda, un rostro domado y afable; qué burbujearía en el interior de Robert para que se decantara esta historia tenebrosa, sencilla, en realidad, más profunda que extensa, el punto de unión entre el espanto puro y la recién nacida psicología.

Cuando se instaló en los Mares del Sur, con su esposa, Fanny, y su madre, los habitantes de la isla le llamaron Tusitala: el que cuenta historias. No importaba qué historias les narrara: los lectores posteriores hemos sentido el mismo embrujo de aquel oscuro verano del 1881, cuando un niño de doce años, atrapado por la historia de su padrastro dibujó el primer mapa de la isla del tesoro.

"Jekyll y Hyde: la hipocresía social y la barbarie sin freno"

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