A vivir que son dos díasLa píldora de Leila Guerriero
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El exorcismo

"Yo rogaba tener deseos de ser otra cosa: abogada, médica. Otra cosa. Rogaba que la escritura me abandonara el cuerpo"

La periodista argentina Leila Guerriero / Cadena SER

Buenos Aires

El otro día me pidieron que respondiera una pregunta: qué casa-museo de escritor fallecido me gustaría visitar. Dije: “Ninguna”. No me gustan esos sitios con carteles que indican cosas como “En este escritorio fulanita escribió la novela tal”. La puesta en escena me pone triste: esa disposición momificada deja en evidencia que ya no escribirán más. Es como visitar una fuente seca, el cauce de un río sin agua. Todas mis peregrinaciones a viviendas de escritores empiezan y terminan con las visitas a la casa enloquecida del uruguayo Horacio Quiroga, el autor de Cuentos de la selva, que se yergue en medio del infierno verde de la selva misionera, en el noreste argentino. La primera vez estuve allí con mis padres, en los años 70. Nos costó encontrarla, porque la casa precaria de un escritor suicida –bebió cianuro en 1937-, cuya primera mujer y cuyos hijos también se habían suicidado, no era, precisamente, un atractivo turístico. La encontramos en un camino de tierra rodeado de verdor enfermizo, al otro lado de un monte de cañas, tan afectada por el avance de la vegetación que parecía febril, a punto de desplomarse. El cuidador la abrió sólo para nosotros. Entré desaforada, como si la casa pudiera dar respuesta a la pregunta que me hacía por entonces: ¿cómo se hace para vivir de la escritura? Había una mesa, una bicicleta, repisas con el olor caliente de la madera sucia, un cuero de víbora que el mismo Quiroga había disecado. La selva colérica arreaba hasta allí malos presagios y por las ventanas entraban chorros estridentes de desasosiego. Era brutal, como los cuentos de Quiroga que mi padre me leía en voz alta cuando yo era una niña y aún no sabía leer. Me fui sin querer irme, y regresé varias veces. La última en 1989, durante un viaje de estudios. La casa estaba más destrozada, más hermosa, y a mí me perseguía con más intensidad la misma pregunta: ¿cómo se hace para vivir de la escritura? ¿Había que estar, como Quiroga, en esa selva, volverse medio loco, beber cianuro? Yo rogaba tener deseos de ser otra cosa: abogada, médica. Otra cosa. Rogaba que la escritura me abandonara el cuerpo. Ahora, después de tantos años, busqué noticias sobre la casa y las encontré: se incendió hasta los huesos a principios de los años 90, la reconstruyeron en 1996. Las fotos la muestran prolija, sólida, limpia. Parece un paciente medicado. Libre de la cólera de dios que la habitaba cuando yo rogué un exorcismo que, por suerte, jamás llegó.

 
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