El extraño
"Extraño un cuerpo, no el mío, ni el cuerpo del hombre al que conozco. Extraño un cuerpo ajeno. Un cuerpo cualquiera. Algo peligroso y resistente"
'Historia de un contacto pagano', por Leila Guerriero
03:35
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Buenos Aires
Extraño un cuerpo. No el mío, ni el cuerpo del hombre al que conozco. Extraño un cuerpo ajeno. Un cuerpo cualquiera. Algo peligroso y resistente.
Recuerdo a veces aquel día: al despedirme, en el umbral, le di un beso en la mejilla y, sin darme cuenta, le apoyé una mano en la cintura. No sé nada de él. Lo vi muy pocas veces. No sé si tiene hijos, si está casado, si se desvela, si le gusta el café, si fuma, si habla otro idioma que no sea el español. No sé dónde nació, ni qué sueña, ni si sueña. No sé si tiene hermanos. No sé si es más inteligente con otros que conmigo. Para mí, a veces, tiene la forma de la vida a toda potencia. Me acerco a él como a una zarza ardiente, a una revelación. Hubo días, estupendos, en los que lo llevé conmigo donde fuera. Al supermercado chino, a comprar cacerolas, a recorrer las calles sin rumbo. Imaginando que vivía una vida gigante contemplada por él, por ese sujeto al que no conozco. ¿Tendrá muchos jeans, usará sólo esos suéters de color azul, se ríe siempre tanto, sabe cocinar, a qué hora se despierta? ¿Le gustan las plantas, los perros, el asado, el fútbol?
El día en que lo toqué sin querer, me aparté como si hubiera hecho algo prohibido. Al retirar la mano me miré la palma con vergüenza, como si me hubiera quemado. Después bajé a la calle, paré un taxi, subí, le di una dirección y, mientras miraba por la ventanilla, traté de conservar ese rastro de él en mí, un rastro seminal sin que lo fuera. Un contacto pagano, blasfemo. Que no tenía que ocurrir. Aquella tarde, después de tocarlo, la realidad me pareció una grosería.
Extraño eso. Esos roces. La pérdida de los recaudos. Ahora, cuando a veces vivo como si nada sucediera de verdad, como si todo esto fuera un simulacro de lo que alguna vez fue, miro esa mano y, aunque no veo nada, recuerdo esa mañana de sol, el roce, el latido, el resto del día que transcurrió sobre andamios como si fuera una obra de arte.
Hoy no extraño los cines, no extraño las ciudades, no extraño a mi padre ni a mis hermanos. Extraño eso: el riesgo, el arrebato. Vivir como si uno estuviera, todo el tiempo, aullándole a los trenes, dispuesta a atropellar.