Un día en una cabina telefónica viendo pasar la vida de largo
Visitamos una cabina, de esas que ya cada vez van quedando menos, y observamos lo que ocurre a su alrededor
Un día en una cabina telefónica viendo pasar la vida de largo
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Todo tiene su final. Y el final de las cabinas ha llegado. La ley General de Telecomunicaciones, que saldrá adelante durante este 2022, confirmará que las cabinas telefónicas y las guías dejan de ser consideradas un servicio universal. La compañía que hasta ahora se ocupaba de su mantenimiento, Telefónica, se encargará de hacerlas desaparecer de las calles. Mientras tanto, ahí siguen. Sobreviven alrededor de 14.000.
Madrid, calle de Alcalá
A la altura del 104. Nueve y cuarto de la mañana. Enero. Un hombre alto, espigado, cabeza afeitada, bufanda de tonos ocres, abrigo de corte elegante, arrastra una maleta de cabina negra por el paso de peatones. Probablemente, vaya camino de casa después de un largo vuelo desde Bangkok. El hombre pasa destemplado y ciego de cansancio al lado de una cabina de teléfono.
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No es una cabina telefónica tradicional con paredes de cristal y puerta. Es un modelo de cabina siamesa color kiwi-azul autobús que en origen tuvo dos teléfonos. Cada uno a la espalda del otro. Pero uno fue eliminado y el hueco sellado con una placa de metal que ahora cubre el cartel anunciador de un callista.
El teléfono que sobrevive no da señal
La base de la cabina está rodeada por un cerco negro que acumula suciedades de distinta procedencia y de tiempos prepandémicos que se remontan al siglo pasado. En el rodal de acera que soporta la cabina y el bordillo han brotado briznas de hierba. También hay manchas de chicle y una acacia deshojada de la que todavía cuelgan bombillas navideñas.
Una dependienta de la zapatería Cremades sube las persianas a las 9:44h. Minutos después lo harán la Joyería Roselín, jabones Lush, la zapatería Glori y el Media Markt de al lado
El 104 de la calle Alcalá es un edificio color crema con volutas en la fachada y una placa de metal antigua con flecha hacia la derecha donde puede leerse: TELÉFONOS. Pero nadie repara en la cabina porque están hablando por teléfono. En torno a la cabina telefónica, si se presta atención, puede intuirse un remolino de comunicaciones y estímulos audiovisuales. Pero nadie ve la cabina.
En el banco más cercano quedan peladuras de magdalena y restos de una hamburguesa “american style”, increíblemente crujiente. El conductor de un mini negro esquiva a los peatones que cruzan por Fernán González. A las 10:50h, un chico de barba rala y capucha azul cenicienta pega en un lateral de la cabina un pasquín publicitario de técnicos de informática debajo de un cartel del Gran Circo Inimitable Gaby Aragón. Desde los impares de Alcalá se acerca un niño de mejillas encarnadas subido a un triciclo rojo. En la cesta trasera lleva un balón. Es bastante probable que en el futuro no recuerde este hecho cotidiano e intrascendente. Quizás quede alguna foto. Pero ni rastro en la memoria de la cabina telefónica.
Cincuenta metros más allá, las palomas se bañan en la rampa de granito que rodea el monumento a Goya. El autobús 53 anuncia el musical Ghost. El 146, la película “No mires arriba”. El 21, Chorus Line. Y el camión que acaba de pasar, es de Coca – Cola. La ciudad está llena de chillidos a los ojos reclamando atención. Una cabina telefónica tiene escasas oportunidades, pero a las 11:44h se acerca un hombre con chaqueta de chándal, pantalón corto, toalla en mano, ni joven ni viejo, semblante cordial que esquiva la moto Piaggio blanca aparcada en la acera y levanta discretamente la tapa de devolución de monedas. Sin suerte.
La cabina solitaria
La cabina está en un tramo Alcalá orientado al norte y pasada la una de la tarde sigue en el lado de la calle más umbrío y frío. Hay tráfico denso en dirección a Cibeles. Un helicóptero sobrevuela el cielo de Madrid. Una señora empuja un carro de la compra con colores y motivos que. A las tres menos diez de la tarde, una madre, con tres hijos, mantiene una difícil negociación.
La vida pasa al lado de la cabina telefónica. Pero a ella nadie la ve. No es un hecho insólito. También les ocurre a algunas personas.
Pasadas las cinco de la tarde, el sol y la contaminación van componiendo un cielo de trazos naranjas y amarillos crepúsculos. El olor a gasolina se entremezcla con tenues vaharadas de pachuli, pino miel y lavanda que salen de jabones Lush. Un perro blanco con manchas marrones y una cola en penacho se siente atraído por los olores de la cabina y se acomoda a tres patas...
Una hora después, la oscuridad empuja por Ventas, los comercios encienden luces, brilla la pedrería en blanco roto de las mascarillas para novia de Emilio Bastida, el resplandor de los escaparates de Roselin, precio garantizado, envuelven a la cabina telefónica en un halo de frigorífico y en la otra orilla, hija de los mismos patrones, una tienda Movistar vende gigas, modernidad y entretenimiento. Y ahí está en las pantallas, Raphael, el hombre del tiempo de las cabinas, reclamo de la generación 5G.
Son las ocho de la noche. Los porteros empiezan a sacar los contenedores de basura. Dos hombres arriman un colchón, una cajonera sin cajones, palés, una puerta de armario y una vieja silla tapizada en rojo con el morrión de los antiguos caballeros de Castilla labrado el respaldo de madera. No tarda en aparecer la furgoneta de un chatarrero. Los desechos amontonados junto a los contenedores atraen más miradas en cinco minutos que la cabina telefónica en todo el día.
Nueve menos diez minutos de la noche. Calzados Cremades apaga luces y cierra. La calle va perdiendo nervio. A unos pasos de la cabina, en la fachada del 100 de Alcalá, compitiendo con los reclamos de Viajes el Corte Inglés y Springfield, hay una lápida ennegrecida que recuerda al poeta César Vallejo. Dice: “Cuando alguien se va, alguien queda. El punto por donde pasó un hombre, ya no está solo”.