Una mina sin piedad
Farshid cuidaba de las dos cabras cuando se tropezó con el soldado invisible más peligroso de Afganistán
undefinedGERVASIO SÁNCHEZ
Kabul
Un niño afgano sólo se parece a un niño español en su condición jurídica. Ambos están protegidos por la Convención sobre los Derechos del Niño. Pero su evolución psicoafectiva, su desarrollo físico o sociocultural apenas tienen que ver.
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De hecho, un niño afgano deja de ser niño mucho antes que un niño español. Un niño afgano puede ir al colegio, pero seguro que antes o después tendrá que realizar un trabajo de adulto.
Farshid Khojah Sediqui, de 13 años, cuidaba de las dos cabras familiares hace unos cinco meses cuando se tropezó con el soldado invisible más peligroso de Afganistán: una mina antipersona. Ni lo más viejos del lugar recordaban el último accidente de mina en su minúscula aldea de la provincia de Logar, a sesenta kilómetros al sur de Kabul.
Hacía años, incluso décadas que la guerra parecía que había desaparecido del lugar. A veces emergían pequeñas partidas de talibanes, pero se marchaban pronto. También los soldados afganos y las tropas internacionales utilizaban la aldea como una zona de paso.
Quizá por eso a todo el mundo le sorprendió escuchar una explosión donde reinaba la calma.
El chiquillo saltó por los aires y quedó malherido en el suelo. “No perdió el conocimiento, gritaba sin parar y sólo quería agua”, recuerda Mohammad Qabir, hermano de Farshid, que fue el primero que llegó al lugar de la explosión, muy cerca de la casa donde vivían.
La mina no tuvo piedad con Farshid. Le amputó la pierna izquierda, el pie derecho, el brazo derecho, varios dedos de la mano izquierda y lo dejó ciego del ojo derecho. Le provocó destrozos considerables en el estómago, los intestinos y el ano. El niño tiene que desplazarse con una bolsa recolectora de heces hasta que vuelva a ser operado dentro de unos días.
Hace tres días que se entrena con sus prótesis en el Centro Ortopédico del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) que hay en Kabul. Rodeado de decenas de amputados, Farshid sigue las instrucciones de Eshan Nasimi, el fisioterapeuta más veterano con 31 años de experiencia.
En un par de ocasiones está a punto de caerse mientras camina siguiendo entre dos líneas rojas hasta el final del pasillo y su cuerpecito mutilado queda envuelto por decenas de piernas ortopédicas. “En una semana se habrá adaptado a las prótesis”, afirma Nasimi.
Farshid quiere regresar a su aldea para seguir estudiando. “Me gusta estudiar dari (una de las lenguas nacionales afganas) y me resulta muy difícil aprender inglés”, comenta el chiquillo con una sonrisa. En su casa no hay electricidad ni agua aunque tienen placas solares y un pozo en la mezquita, a 150 metros.
En pleno crecimiento, Farshid va a tener que cambiar varias veces de prótesis antes de llegar a la edad adulta. “En seis meses o antes de un año como máximo tendremos que hacerle otras prótesis nuevas”, afirma el fisioterapeuta.
El CICR tiene siete centros de rehabilitación en Afganistán donde atienden anualmente a 12.000 personas que han sufrido mutilaciones por explosiones en las diferentes fases de la guerra afgana que ya dura cuarenta años, discapacitados múltiples o personas con heridas irreversibles por accidentes de tráfico.
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