El delito de comer y beber

Se emite estos días un colorido anuncio de promoción del turismo en Marruecos para atraer los visitantes perdidos con la pandemia. Ojalá que la realidad se pareciera a la orientalista estampa que arrojan las imágenes difundidas. Bueno, tal vez los turistas sí que puedan disfrutar de ese estimulante país y regresen maravillados por lo moderno y tolerante que es mi tierra de nacimiento.

Al fin y al cabo, ellos podrán llevar una vida casi normal: podrán compartir dormitorio con quien quieran sin tener que mostrar papel alguno, acompañar su tayín con un buen vino (incluso uno marroquí) o tomarse la copa en bulliciosas discotecas. Si viajan por Ramadán, podrán comer y beber a plena luz del día sin que nadie les diga nada.

Estos privilegios no están al alcance de quienes viven siempre en territorio magrebí y hayan nacido musulmanes: ellos estarán sujetos a las leyes que les impiden, por ejemplo, compartir lecho si no es con un certificado de matrimonio. Lo último en cuanto a la aplicación de normas legales absurdas y anacrónicas lo vimos la semana pasada: unos cincuenta jóvenes fueron detenidos en Casablanca por comer y beber. Los pillaron infraganti con botellas de agua, bocadillos, patatas fritas y cafés. Más les hubiera valido llevar unos gramos de coca, de la que el Corán no dice nada.

Y como no podía ser de otro modo, las mujeres tuvieron un plus especial: dos de ellas denunciaron haber sido registradas para comprobar si tenían la regla, uno de los supuestos en los que no es obligatorio ayunar. Es lo que tiene legislar sobre la intimidad: que el estado, aquí mahzen, se te acaba metiendo en las bragas.