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¿Por qué y cómo sucedió el motín del Tío Corujo en la primavera de Cuenca de 1766?

Conocemos cómo era la sociedad y la economía castellana a mediados del siglo XVIII y los acontecimientos que motivaron otras revueltas como el motín de Esquilache en Madrid

Motín de Esquilache, atribuido a Francisco de Goya (ca. 1766, colección privada, París). / Wikipedia

Motín de Esquilache, atribuido a Francisco de Goya (ca. 1766, colección privada, París).

Cuenca

El conocido en Cuenca como motín del tío Corujo ocurrió en los primeros días de abril de 1766, fue una manifestación contra las autoridades y el motivo no fue otro que el elevado precio del pan. ¿Tuvo alguna relación esta revuelta con el llamado Motín de Esquilache? ¿Qué sucedía, cómo era la sociedad, la economía, la agricultura de mediados del siglo XVIII para que se produjera ese encarecimiento del pan? ¿A cuánto se pagaba el jornal por esos años, cuánto costaba el pan y cuánto se podía consumir por persona y día? ¿Qué fue lo que finalmente desencadenó los acontecimientos del 6 de abril de 1766? ¿Consiguieron su objetivo? ¿Quién fue el tío Corujo y por qué este motín se quedó con su nombre? Lo hemos contado en El Archivo de la Historia, el espacio de radio que coordina Miguel Jiménez Monteserín y que emitimos los jueves en Hoy por Hoy Cuenca. Lo podéis escuchar a continuación:

¿Por qué y cómo sucedió el motín del Tío Corujo en la primavera de Cuenca de 1766?

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MIGUEL JIMÉNEZ MONTESERÍN. Es posible que suene a algunos de nuestros oyentes el llamado “motín del Tío Corujo”, gracias a la descripción que de algunos de sus pormenores realizó el canónigo Muñoz y Soliva en su Historia de los Obispos de Cuenca, publicada en 1860.

Basándose en noticias de tradición oral, obtenidas de “las personas más ancianas de la ciudad”, ofrece este autor una descripción del suceso apoyada en varias de sus anécdotas más señaladas. Hombre de orden, como a su condición de eclesiástico correspondía, narró de pasada los hechos con cierta displicencia hacia la gente, “miserable y baldía”, de los dos grupos principales que en la Puerta de Valencia y Puente de San Antón alzaron la voz con tumulto en abril de 1766. Siempre amigo de lo pintoresco en el transcurso de la obra, vio sólo un mínimo pretexto para la protesta en el hecho de que el pan fuese insoportablemente caro en aquella primavera y hasta destacó como algo en cierto modo festivo que se utilizaran las túnicas y algún tambor de los usados en las procesiones de Semana Santa para armar ruido y apoyar la grita nocturna de los revoltosos que, a la luz de las teas encendidas, se manifestaban airados contra las autoridades locales. Otorgó al canónigo Miguel Francisco de Leoz (+ 1789) un papel de arriesgado mediador junto a algunos regidores y consignó los apodos de quienes le habían dicho fueron los principales instigadores del movimiento evitando de manera intencionada dar los nombres auténticos para no afrentar a los descendientes de aquellos, vivos aún cuando el libro se escribía. De todos ellos, los Pimientos, Quico, Solbito, Zuecos, los Maneles, los Cacheros y Pititi, tan sólo el llamado Corujo ha permanecido en el recuerdo, gracias a estos textos más que a su posterior memoria personal.

Un episodio del motín de Esquilache, una pintura de historia de José Martí y Monsó, que obtuvo mención honorífica en la Exposición Nacional de 1864.

Un episodio del motín de Esquilache, una pintura de historia de José Martí y Monsó, que obtuvo mención honorífica en la Exposición Nacional de 1864. / Wikipedia

Un episodio del motín de Esquilache, una pintura de historia de José Martí y Monsó, que obtuvo mención honorífica en la Exposición Nacional de 1864.

Un episodio del motín de Esquilache, una pintura de historia de José Martí y Monsó, que obtuvo mención honorífica en la Exposición Nacional de 1864. / Wikipedia

Destaca dos momentos especialmente arduos como núcleo de los acontecimientos evocados. De un lado el asalto nocturno a la casa del diputado de Abastos, saqueada y quemados sus enseres a la puerta, debiendo refugiarse en el inmediato convento de los carmelitas este personaje, convertido en objeto de la ira popular. Por otro, la concentración en la Plaza Mayor, ante el Ayuntamiento, para exigir al corregidor la rebaja sin excusa en el precio del pan. Con todo, tergiversa en su narración el canónigo lo sucedido y sitúa estos hechos en la casa del Corregidor, a quien, según él, depusieron los amotinados para poner supuestamente en su lugar, al frente del Ayuntamiento, al citado Corujo. Concluye por fin el breve relato haciendo referencia a la represión y castigo de los amotinados por parte del conde Floridablanca.

El sucinto esquema refiere unos hechos, pero la tarea del historiador ha de procurar ante todo explicarlos y proporcionarles un adecuado contexto para poder entenderlos mejor. El conflicto es algo inherente a la vida social y las instituciones de gobierno han de servir para intentar resolverlo si bien no siempre tenga esto lugar de la manera menos lesiva para alguna de las partes enfrentadas en cada uno de ellos. Ocurre además que cuando no hay cauce político adecuado que satisfaga los agravios y las diferencias surgidos entre individuos o grupos, corresponde en exclusiva al sistema de poder vigente y sus instrumentos de fuerza, donde se apoya la autoridad, contener el malestar generalizado transformado en protesta y en ocasiones éste, acumulado en demasía, estalla en forma de altercado violento, fugaz unas veces, duradero y con arraigo otras. Las situaciones que provocan la indignación popular saltan a la vista en sus aspectos más superficiales, insoportables a la vez. Estalla la cólera en un momento breve, se explicita con furia la protesta, pero, sin el adecuado respaldo de un programa que vaya más allá de la reivindicación sobre el problema inmediato denunciado, todo queda en un episodio más o menos violento, castigado enseguida con variable rigor, ya debido a la incapacidad real de las autoridades, ya porque la astucia aconseje a estas moderar la sanción para no hostigar demasiado a los indignados haciendo aún más endeble el entramado de la subordinación social.

Puerta de Valencia, Cuenca Postal fotográfica editada en los años 30 por Heliotipia Artística Española Pertenece al libro &quot;Tarjetas postales de la ciudad de Cuenca (1897-1936)&quot; editado por la Diputación Provincial de Cuenca, 2004.

Puerta de Valencia, Cuenca Postal fotográfica editada en los años 30 por Heliotipia Artística Española Pertenece al libro "Tarjetas postales de la ciudad de Cuenca (1897-1936)" editado por la Diputación Provincial de Cuenca, 2004. / Archivo

Puerta de Valencia, Cuenca Postal fotográfica editada en los años 30 por Heliotipia Artística Española Pertenece al libro &quot;Tarjetas postales de la ciudad de Cuenca (1897-1936)&quot; editado por la Diputación Provincial de Cuenca, 2004.

Puerta de Valencia, Cuenca Postal fotográfica editada en los años 30 por Heliotipia Artística Española Pertenece al libro "Tarjetas postales de la ciudad de Cuenca (1897-1936)" editado por la Diputación Provincial de Cuenca, 2004. / Archivo

El llamado Motín de Esquilache, concreción madrileña de un conjunto más amplio de sublevaciones populares, aunque en distinto grado, seguramente conectadas entre ellas y precisamente coincidentes en el tiempo, ha sido por fin estudiado desde una perspectiva globalizadora insertándolo sobre todo en su contexto histórico del que inevitablemente destaca en virtud de la especial circunstancia geográfica y política de la capital. Sin embargo, ha dejado a la vez de ser considerado como determinante exclusivo de la cincuentena larga de levantamientos que tuvieron lugar durante la difícil primavera de 1766 a todo lo ancho de la Península.

Situó Pierre Vilar hace tiempo el problema de estos motines en una línea de estudio que equilibra adecuadamente la generalización del fenómeno como algo coherente con la sociedad y economía europeas del momento y, sobre todo, como antecedente próximo de querellas semejantes, surgidas en territorio francés con parecidas causas: la llamada guerre des farines. Este tipo de emociones populares “nacen, según él, de las crisis económicas de tipo antiguo, de naturaleza agraria, de periodicidad corta, y que se manifiestan por la escasez de los productos y por su carestía”.

Cierto es que, como invariable obstáculo, insuperable a veces, a lo largo de la época preindustrial no se logró nunca tener asegurado con holgura el abastecimiento de comestibles la ciudad de Cuenca, en particular de pan, el principal alimento popular. El problema era social, político y técnico a la vez. Así, vencida ya la primera mitad del siglo, las dificultades de aprovisionamiento de trigo para el consumo de la gente común se vieron incrementadas. No sólo porque fuera mayor la demanda de una población creciente, sino porque la oferta se hallaba constreñida por quienes, al cifrar su ganancia en el beneficio obtenido de la invariable escasez estacional, se oponían a que el producto creciera, obstaculizando las roturaciones en los baldíos dedicados a pasto. Ello implicaba además que creciera el número de los campesinos sin tierra, traducido, según revelan los censos, en un grupo cada vez mayor de jornaleros. Al mismo tiempo, los elevados costes del transporte impedían el aprovisionamiento asequible de los consumidores superando el límite de cierta distancia al acopiar el grano. El mercado era sumamente rígido, sometido a tasa el precio de este por la Corona y al acaparamiento además de quienes lo dominaban, poseedores como eran de los granos.

Todo esto, unido a la carestía provocada por la inoportuna coincidencia en 1765 de una mala cosecha con la liberación del precio de los cereales decretada por el gobierno el 15 de julio de aquel año como paliativo de la escasez más o menos real, provocó el estallido de revueltas populares aquella primavera de 1766 En Madrid la turba alzada dirigió el 10 de marzo su protesta contra el ministro Esquilache. En tierras conquenses hubo asonadas organizadas en Iniesta, San Clemente y Mota del Cuervo. Donde mayor alcance logró el alboroto fue en Cuenca, los días 6 y 7 de abril, al final de la semana de Pascua, hecha dueña de la calle unos días la masa popular, tras forzar al Ayuntamiento a decretar una considerable rebaja en el precio del pan y otros artículos de primera necesidad.

El conflicto así planteado preludiaba ya la ulterior quiebra de un sistema social y político cuyo invariable rigor, impuesto por la nobleza y el clero, grandes propietarios de tierras de cultivo amortizadas y beneficiarios de los excedentes de la renta agraria por la vía fiscal o del arrendamiento, se resistía con tenaz eficacia a permitir siquiera algunas de las ilustradas medidas de reforma económica planteadas por el equipo de gobierno de Carlos III. Por eso, el atisbo por parte de este de un sentido político más radical en aquellos desórdenes, hizo en la ciudad del Júcar mucho más rigurosa la represión posterior organizada por José Moñino - más tarde conde de Floridablanca - como juez especial nombrado al efecto.

La mala cosecha de 1765 había provocado un encarecimiento notable del trigo, circunstancia agravada además tanto por el retraimiento de los propietarios del grano a la hora de llevarlo al mercado como por las compras masivas de este con destino al Pósito de la ciudad realizadas por el Ayuntamiento a distintos proveedores nobles y eclesiásticos. De estos, el obispo de Cuenca y el de Sigüenza fueron los principales proveedores. Con todo, la creciente cotización del cereal ocasionada por la desaparición de la tasa elevaba más y más el precio de la fanega de trigo y con ello el del pan, del que un kilo venía a valer un tercio casi del jornal diario.

Al desaparecer la tasa oficial ya no sería obligatorio centralizar el comercio de cereales en el Almudí, adonde debían acudir con sus costales cuantos quisieran vender aquellos en la ciudad al precio oficial y bajo la supervisión de las autoridades locales. El mecanismo regulador del abasto de trigo descansaba en el Pósito, construido en el siglo XVI y situado entonces en el espacio que hoy ocupa el edificio número 20 de la calle de Las Torres. Se pretendía que al realizar compras desde él para vender lo acopiado a las panaderas en pequeñas cantidades y al fiado, el mercado de pan estuviese abastecido. No obstante, lejos de concurrir el trigo a la ciudad, aguardando sus propietarios mejores precios cuanto más escasease, lo que salía de ella era el pan cocido, acentuándose con ello la falta. Decidió entonces el Ayuntamiento señalar:

“Que para el recinto de esta Ciudad y sus arrabales de ella haya cinco puestos de pan común, que sea, uno en la Plaza Mayor, otro en la Plaza de Santo Domingo, otro en la Trinidad, Puerta de Valencia y Carretería y que estos puestos den a los vecinos y para los forasteros otro distinto y señalado.”

El que vendería el pan a los forasteros sería el de la plazuela de Santo Domingo:

“El puesto de los forasteros eligieron dichos señores a Manuel Sáiz, Plazuela de Santo Domingo, con las panaderas nominadas, la Paloma, la de Cañas, la de Malo, la traedera del horno de San Roque.”

Prestó dinero el Seminario, cedió a buen precio el obispo sus granos y así fue realizado el acopio de cara al invierno de 1765. Adquirido caro el grano, caro resultaba el pan e insoportable la situación para un gran número de consumidores. Coincidiendo negativamente con las dificultades sobrevenidas entonces al mundo agrario y la presumible reducción de la demanda, en 1763, drásticamente reducida la actividad textil en la ciudad, se extendería la miseria entre muchas de las familias que antes habían ganado holgadamente el cotidiano sustento, dedicadas a la carda, hilado, tejido o cualesquier otras tareas anejas, de modo directo o no, al obraje pañero. Importa señalar esto para mejor entender, desde el malestar social causado por aquel giro negativo de las manufacturas, la crispación de ánimos origen del levantamiento popular, cuando muchos de aquellos desempleados, reducidos al punto de mendigar ellos y los suyos, supeditados de manera irremisible a la caridad de los eclesiásticos, estimaron insoportable el súbito encarecimiento del pan sobrevenido en tanto a causa de las malas cosechas que desde comienzo de la década se venían encadenando, en modo alguno paliadas por la supresión de la tasa y la consecuente libertad de precio en los cereales decretada.

El hambre debió empezar a ser circunstancia cotidiana en la vida de bastantes más conquenses que antes de forma ineludible. El salario ordinario de un peón o jornalero oscilaba alrededor de los 119 o 136 maravedís (tres reales y medio o cuatro), contando siempre con que llegara a emplearse. Ocurriría en tanto que las opciones de lograrlo, lo mismo que la demanda de trabajo para los artesanos, fuesen maestros u oficiales, se había reducido con motivo de la carestía generalizada que retraía la adquisición de sus obrajes y servicios. Si se calculaba entonces el consumo diario de pan por persona en dos libras (aproximadamente un kilogramo) y el valor de la pieza de este peso se estimaba en treinta y seis maravedís, no es precisa demasiada imaginación para suponer las angustias y estrecheces a que se enfrentaría una familia para lograr adquirir tan sólo el pan cotidiano.

El malestar que cundía entre el paisanaje conquense se vio reflejado en los sucesos relatados por los llegados de la Corte, y de tal modo impresionaron al auditorio que inmediatamente se levantaron voces de descontento:

“Luego que se esparcieron las noticias del Correo, se oyeron algunas voces de mujeres y gente de ínfima plebe que manifestaban estar mal contentos con la inexcusable carestía de los abastos.”

El dos de abril fue fijado un pasquín en las proximidades de la casa del Corregidor animando a la sedición para lograr el abaratamiento del pan, “en el que se expresaban amenazas de muerte que se habían de hacer y otras cosas indicantes a tumulto.”

La impresión de éxito que entre los comprometidos cundía a la vista de la creciente inquietud popular fue animando la actividad de unos y otros. Cualquier ocasión era aprovechada para manifestar opiniones críticas que justificaban el levantamiento. Así, en una ocasión en que María de Castro, la mujer de Agustín de Solís, dijo, “cómo se levantaría Cuenca (…) porque lo había oído decir a unas mujeres que bajaban del cuarterón”, es decir de recibir la limosna de un panecillo que se daba a las puertas de la catedral, aquél respondió justificando tal hecho con una argumentación bastante concluyente:

“Y el citado Don Agustín profirió era muy conforme, y que qué había de hacer cuando todo estaba perdido, pues lo mismo se había hecho en Madrid y en otras partes y sería milagroso no lo ejecutasen, adelantando que, si la Cataluña lo hacía, era terrible, que nuestro rey tuviese qué sentir.”

Tan pronto hubieron llegado las informaciones de la Corte a hacerse del dominio público, las reacciones en los barrios más pobres de la ciudad debieron ser ciertamente violentas, encauzadas convenientemente por un corto grupo de promotores, “que ya tenían ellos cogida la Puente de San Antón, Campo de San Francisco y la Puerta de Valencia.”

Los ánimos iban penetrándose de la posibilidad real del levantamiento y cada vez era mayor el número de las personas dispuestas a secundarlo, probablemente por haberse conocido el contenido del pasquín aparecido a la puerta del Corregidor o el de otros papeles que, de mano en mano circularían aquellos días, cuyos argumentos servirían de argumento objetivador para las demandas. La situación terminó por estallar el domingo 6 de abril por la tarde, aunque se hubiera decretado ya entonces una corta rebaja en el precio del pan.

La Puerta de Valencia se convirtió en escenario de aquellos sucesos. Próxima al barrio de los Tiradores, extramuros de la ciudad, el estanquillo del tabaco que junto a ella había convertía sus proximidades en mentidero local y habitual lugar de reunión de desocupados, cuyo número era crecido en aquellos días críticos. Previendo quizá la posibilidad de que la tarde dominguera pudiera ser ocasión de una disensión o alboroto entre los ociosos, sobre las cinco, dirigió hacia este lugar la ronda el Corregidor. Su presencia determinó que inmediatamente se arremolinara en torno a él la concurrencia y le exigiesen entre amenazas una nueva rebaja en el precio del pan, estimada insuficiente la anterior. Mal trago debió pasar en aquellos momentos Núñez del Nero y tan sólo la presencia de algunos eclesiásticos de prestigio fue capaz de reducir de momento la animosidad popular. Así lo expresaba el obispo Carvajal y Láncaster:

“Y a no haber estado en aquella inmediación mi Provisor, mi Abogado de Cámara, un Canónigo y un Prebendado de esta Santa Iglesia, que se asociaron al Intendente y lo acompañaron hasta que lo incluyeron en la casa del Alcalde Mayor, pudiera haberse temido alguna infausta resulta.”

Dato interesante este, ya que con él se inaugura una cadena de intervenciones moderadoras de los eclesiásticos que con este fin multiplicarán sus actividades en pro de la calma entre los amotinados los días sucesivos.

El Corregidor, que más tarde confesaría al Presidente del Consejo de Castilla su impotencia para reducir el más mínimo incidente, dada la escasa dotación de hombres armados a su disposición, huyó rápidamente. Empero, la señal del levantamiento había sido ya dada y por todas partes se echaba la gente a la calle. Unas dos mil personas (Cuenca tendría entonces una siete mil) se habían reunido al caer la tarde pidiendo a voces la baja de los precios de los alimentos. Como la violencia desatada precisaba un objeto material sobre el que descargar un primer golpe, se dirigió la multitud contra la casa de quien parecía ser el más inmediato y visible responsable de la situación, el depositario del Pósito y Diputado de Abastos Pedro de la Iruela. Su casa se hallaba situada frente a la iglesia de San Felipe Neri, más o menos en el lugar por el que hoy se accede a la Plaza del Carmen, dado que ocupaba entonces este lado de la calle de Alfonso VIII una hilera de casas semejante a las que hay enfrente.

El primer impulso, llegados que fueron a la casa, fue el de incendiarla con Iruela y su familia dentro. Sin embargo, de nuevo la presencia de algún canónigo y caballero principal sirvió para atemperar los ánimos. Habiéndose logrado contener de momento a los asaltantes, pudo huir la familia por la puerta trasera que daba a la plazuela del Carmen, llevándose lo que de más valor contenía la casa. Después, penetró la turba en ella y, aunque más tarde menudearan los testimonios de haber sido saqueada, la primera impresión que la acción produce es la de haber sido una explosión de furor exasperado. La mayor parte de los muebles y enseres que encontraron a su paso fueron arrojados por las ventanas a la calle, donde alimentaron una gran hoguera que fue encendida en la puerta.

Los participantes en el exceso se encontraban dirigidos por un individuo apodado Pelo de Moro, quizá por tenerlo negro y crespo, quien, al mando de unos cuantos hombres armados, guardaba los accesos por si se producía alguna reacción por parte de las autoridades. Éste protagonizó también un incidente con el canónigo Leoz, mezclado a la sazón entre los revoltosos:

“Que en su defensa y para si acaso querían impedirles la ejecución de lo que hacían, tenían a prevención diez o doce hombres y, entre ellos, Pelo de Moro, que hacía de capitán, el que tenía una espada en la mano, el de decía que había de matar con ella a los que entrasen a estorbar o al que quisiera salir y desampararlos y que, queriendo arrojar a la hoguera un cuadro de nuestra Señora dicho Pelo Moro, entró a la sazón el Señor Leoz y, predicándoles para que se reportasen, le respondió dicho Pelo de Moro que fuese a predicar a su casa y, si no, lo harían por fuerza, pero que, habiéndolos podido reportar, los puso por guardas.”

Entre tanto los tumultuantes, una vez se hubieron despachado con los bienes del odiado Iruela, dueños en gran medida de la situación, se dirigieron a casa del Intendente a quien impusieron decretara la rebaja del pan, aceite, jabón y vino, la destitución de Iruela de su cargo de Depositario, así como el nombramiento del Síndico General que ellos eligieran.

Habiéndose adueñado del tambor del pregonero, todo el resto de la noche del domingo transcurrió, al parecer, entre algazaras, convocándose a redoble batiente a la población para que se congregara al día siguiente ante el balcón del Ayuntamiento, donde, con toda solemnidad, confirmaría públicamente el Intendente cuanto verbalmente había aceptado. El día siete por la mañana se repitió en lo esencial la escena de la noche anterior. Sin embargo, más seguros de sí los sublevados, tras los pasados lances, exigieron entonces con toda firmeza la ejecución inmediata de sus demandas. Situación insólita aunque parecida a la de Madrid, con el rey, nada menos, de protagonista: la voluntad popular ha conseguido imponerse por la fuerza a un poder desprevenido e, invocándola, plantea cuantas reformas inmediatas reclama la situación por la que atraviesa el sustento popular. El poder, atemorizado, no tiene otro recurso que transigir de inmediato.

Alzamiento ruidoso, más que violento, en respuesta a la carestía de los alimentos, a medias espontáneo y en otra mitad inducido, momentánea explosión de la cólera popular contra el funcionario corrupto a quien se hace responsable de la situación, imposición de reformas inmediatas en el régimen de abastos a la autoridad. Todo ello apoyado en exclusiva sobre la fuerza del número de donde se deriva la tasa en el precio del pan y otros comestibles de primera necesidad. Expuestos quedan la mayoría de los componentes básicos del motín de subsistencias urbano, del food riot europeo.

Paco Auñón

Paco Auñón

Director y presentador del programa Hoy por Hoy Cuenca. Periodista y locutor conquense que ha desarrollado...

 
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