A vivir que son dos díasLa píldora de Leila Guerriero
Opinión

La cicatriz

"En la mañana, cuando corría de regreso a casa, un barrendero amontonaba las flores amarillas para arrojarlas a la basura. Inmundas, repletas de barro, seguían refulgiendo aunque estuvieran muertas. “Qué fácil, arrancar un corazón cuando late tan fuerte”, escribió Vievee Francis. Pero fácil no es."

La Cicatriz

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Estoy mirando al fondo de las cosas porque estoy herida. En la mañana salí a correr. La calle que bordea el muro del cementerio de la Chacarita, en Buenos Aires, estaba cubierta de flores amarillas que caían de los árboles. Corrí enardecida, repleta de un soliloquio febril, sintiendo el mismo dolor de hace semanas en la pierna, llevando dentro de mí esa sustancia exigente, masiva, ese ataque frontal, esa descarga cuya inseminación no termina en ninguna parte. Debí gritar, caerme, arrojarme contra las cosas. El hombre con quien vivo me había llamado temprano desde donde está trabajando. Me dijo: “Acabo de ver a una mujer igual a tu mamá”. Mi madre está muerta. Le decía “hijo” o “querido”, y él todavía la extraña: la forma en que lo llamaba, en que se ocupaba de él. Cuando ella murió -era noviembre- llevamos entre los dos el ataúd hasta la bóveda. Los tipos de la funeraria se preocuparon por mí: demasiado flaca para llevar un ataúd, demasiado hija. Pero yo carecía de desvalimiento. Era un héroe oscuro. Esta tarde fui al traumatólogo. Me inyectó algo para desinflamar los nervios, desde la cintura hasta el pie. Se detuvo a mirar la cicatriz con forma de estrella que tengo en la pierna derecha. Me preguntó: “¿Como te la hiciste?”, como si fuera elegida, hecha a propósito. Le conté: tenía 16 años, un gusano subcutáneo, Bolivia, la úlcera duró meses. Me dijo: “Con unas inyecciones se puede borrar”. Sentí, como un embate, la cicatriz que llevo, la otra. Ese dolor retorcido y sin quejas, esa torsión que apenas soporto. Le dije que no, que no quería borrarla. En la mañana, cuando corría de regreso a casa, un barrendero amontonaba las flores amarillas para arrojarlas a la basura. Inmundas, repletas de barro, seguían refulgiendo aunque estuvieran muertas. “Qué fácil, arrancar un corazón cuando late tan fuerte”, escribió Vievee Francis. Pero fácil no es.

 
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