Cuando las nécoras eran tan baratas como las pipas
A mis 10 años, las colonias de verano constituyeron también un descubrimiento gastronómico: el del marisco
Vitoria
Cuando yo tenía 10 años, mis padres me enviaron a unas colonias de verano en O Grove (Pontevedra), que entonces era un pequeño pueblecito de pescadores. Aquel fue mi descubrimiento de Galicia, donde nunca antes había estado.
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Era una colonia solo para niñas llevada por unas monjas animosas y severas. Por las mañanas íbamos andando a alguna de las playas cercanas y por las tardes tocaba paseo, a veces hasta la parroquia, a un pinar o a la isla de A Toxa (entonces la llamábamos La Toja), cruzando a pie el puente. A mí me fascinaba que a una isla pudiera irse andando.
A mis 10 años, las colonias de verano en Galicia constituyeron también un descubrimiento gastronómico: el del marisco gallego. En el camino hacia la playa, ví construir algunas bateas y aprendí que los mejillones podían cultivarse. En las rocas de la playa cogíamos mejillones salvajes, que abríamos y nos comíamos crudos, y en la arena, las treinta o cuarenta niñas mariscábamos de una manera un tanto brutal –entonces no estaba regulado el marisqueo—, jugando a desenterrar unos berberechos gigantes que luego las monjas echaban al arroz o a las patatas del día siguiente. También probé el sabor de las nécoras.
Paloma Díaz-Mas | Nécoras, pipas o chucherías
03:17
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En el camino hacia el puente de La Toja pasábamos ante una pequeña tiendecita en la que una mujer cocía nécoras en una gran perola. Eran tan baratas que a veces las niñas, en lugar de comprarnos pipas o chucherías, nos comprábamos con nuestro escaso dinero una nécora para comerla por el camino.
Cuando se acabó el mes de veraneo, quise compartir mi descubrimiento con mis padres. Compré unas cuantas nécoras a la mujer de la tiendecita, que me las dio en una bolsa de plástico. Las nécoras cocidas durmieron aquella noche en mi habitación, compartida con otras cuatro niñas, y al día siguiente emprendieron un viaje que nos llevó primero en autobús a Pontevedra y desde allí a Madrid en un tren nocturno. Llegamos casi a mediodía y era a finales de julio.
Mi padre me recogió en la estación de Atocha y yo le entregué, ufana, la bolsa de plástico llena de nécoras, que llevaban más de veinticuatro horas viajando.
Él me besó, me dijo que venía muy morena y muy despeinada y me llevó a casa. Allí toda la familia comió con avidez suicida aquellas nécoras tan paseadas y, milagrosamente, nos sentaron la mar de bien.
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