Luis López Carrasco: "La frustración de la clase media aspiracional acaba en populismos y autoritarismos. Tenemos que estar preparados"
El escritor y cineasta nos presenta 'El desierto blanco', Premio Herralde de Novela. Una radiografía de la sociedad del primer cuarto de siglo XXI, escrita desde un futuro lejano y un lugar indeterminado. Historias de una generación golpeada por la crisis económica y el exilio
Luis López Carrasco (Murcia, 1981) es cineasta y escritor. Desde su primera película, 'El futuro', a su último documental, 'El año del descubrimiento', ganador del Goya a mejor documental, Luis ha buscado en el pasado respuestas al presente. En sus palabras, siempre ha querido "enriquecer la imagen que nos hemos dado a nosotros mismos como sociedad acerca de nuestra historia presente". Es algo parecido a lo que sigue haciendo en 'El desierto blanco', con Anagrama, Premio Herralde de Novela 2023. Una historia de historias atravesadas por la crisis económica de 2008 y todo lo que vino después, como ese exilio (o movilidad exterior) que sufrieron tantos jóvenes.
La novela atrapará al lector desde el primero de los capítulos, en el que describe un proceso de selección laboral tan teatral como real. Imaginen a un grupo de candidatos a un puesto de trabajo encerrados en una sala. A cada uno se le asigna una profesión: médico, botánico, cazador, pescador, carpintero, ingeniero, veterinario, juez y albañil. Son los últimos supervivientes de un mundo destruido. Van a bordo de un globo, pero para poder llegar a una isla desierta, hay que deshacerse de uno y deben decidirlo por unanimidad. ¿Quién es prescindible? Recuerda a 'El método Grönholm', pero este proceso de selección laboral es real y anterior a la obra del dramaturgo Jordi Galceran, aunque López Carrasco lo ambiente en 2011.
"El trabajo no te hará libre, el trabajo deshumaniza"
Vivimos en un sistema competitivo, desigual y de abuso de poder, nos decía Alberto San Juan hace un par de meses, y eso se refleja en el comportamiento violento de los jóvenes. Vivimos en una sociedad incapaz de gestionar la frustración, la gran pandemia de nuestro siglo, coinciden muchos creadores que han pasado por La Hora Extra este año. Estos son el contexto y los ingredientes que hay en la novela del murciano. De todo esto habla Carlos, el narrador, que recuerda el mundo en el que vivió en este primer cuarto de siglo XXI, las personas que lo acompañaron y las transformaciones que sufrieron. Y lo hace desde un futuro y un lugar inciertos, aunque vamos descubriéndolo a lo largo de las páginas.
Carlos es el narrador e hilo conductor de la historia, pero podríamos decir que la novela es un conjunto de relatos, cada uno de los capítulos una historia, una situación diferente. Todas radiografiando a una generación que se ha curtido en una crisis tras otra. ¿Es este un homenaje a todos esos jóvenes precarios con sueños y aspiraciones frustradas?
Hombre, desde luego es una memoria generacional. Cuando era adolescente o cuando tenía veintipocos años, siempre me sentí un poco de huérfano de historias. Como persona nacida en España, veía películas como 'Barrio', de Fernando León, de repente alguna película de Miguel Albajadejo, pero como murciano, como perteneciente a una zona un poco periférica, tenía la sensación como que había muchas cosas que contar, muchas historias que han acontecido a diferentes generaciones, barrios y grupos sociales. No se habían contado. Entonces sí que había un empeño por mi parte de narrar esta generación que se come la crisis y las generaciones posteriores. Sí hay ahora una literatura que habla en primera persona de ello, pero me parecía importante contar cosas que nos atravesaron y que en parte tienen que ver con la emigración de una enorme cantidad de personas cercanas, amigos y amigas que se tuvieron que marchar a otro país. Son cosas que han pasado recientemente y parece como que se nos han olvidado rápidamente.
"No me extraña que este país sea una mierda, de verdad que no me extraña, no me extraña que no levantemos cabeza, no me extraña que nos gobiernen unos putos caciques. Es normal, nos lo merecemos, por mediocres, por cutres, por cobardes. Estamos gobernados por imbéciles, estamos dirigidos por imbéciles, estamos empleados por imbéciles. No me extraña que nos hayamos ido todos a la mierda". Y en otro capítulo se formula la siguiente pregunta: "¿somos culpables de pertenecer a una generación?" ¿Qué grado de responsabilidad tenemos o tienen los jóvenes?
El primer monólogo lo expresa una persona que de repente se queda sin trabajo, porque la echan de las prácticas en la radio. Para mí recoge un sentimiento que creo que había en 2011, 2012 y 2013, una sensación de enorme decepción y de desolación y que llevaba incorporada rabia. Yo creo que esa rabia está en el 15M, esa rabia hacia unas generaciones previas que habían desatendido o habían generado unas inercias. Es decir, había una sensación de alto malestar. Y lo que tú comentas acerca de una generación culpable, es algo que dice la suegra, la madre de Carlos, que son las generaciones previas, las generaciones de mis padres. La enorme también desorientación, frustración y sensación de decepción que tenían, de que muchas de las cosas en las que creían, muchos de los valores en los que creían, se vienen abajo en el 2010-2011. Y existe esa pregunta de la responsabilidad generacional, que en el libro aparece porque creo que eran preguntas que se estaban dando en esos años. El libro es una memoria generacional, yo soy del 81, pero creo que los nacidos en los 90 y más adelante se pueden sentir muy identificados e identificadas. Porque es también una memoria familiar. Creo que con el arte lo que intentamos o lo que deberíamos intentar es no ofrecer recetas simplificadoras. No enemistar generaciones, sino entender cuáles son los puntos en común y saber que todas estas dinámicas son muchísimo más complejas. Y eso es lo que intento con este libro, lo que pasa es que hay algo muy triste de desarticulación generacional.
A propósito de la suegra, un tema recurrente en tu obra es el franquismo, que hoy algunos reivindican abiertamente en las calles. De la rabia del 15M, hemos pasado a otra rabia.
Yo creo que la rabia del 15M produjo una serie de dinámicas. Desde el punto de vista institucional, desde el punto de vista vecinal, desde el punto de vista de las mareas, de las plataformas antidesahucios. Yo creo que el 15M abre una nueva época cuando parecía que el mundo era inmutable, que las cosas eran las que eran y el 15M nos permitió pensar que otros mundos eran alternativas posibles y nos repolitizó. Creo que eso siempre habrá sido positivo, lo que pasa es que luego, diez años más tarde, nos hemos comido una pandemia, una crisis de inflación, una guerra... y estamos en un momento de cierto agotamiento. Y ahora aparece la reacción a lo que fue aquella emergencia transformadora. Fenómeno impugnador que no se hace con el poder, históricamente recibe una reacción a cambio, ¿no? Y la reacción se ha organizado de manera global y es algo a lo que atiende el libro de manera quizá muy sumergida, muy por debajo, como poco a poco. Yo lo llevo viendo desde hace muchísimos años, cómo expresiones racistas, xenófobas, homófobas, de ultraderecha... iban apareciendo en los lugares más insospechados. Y se han autorizado a través de una serie de discursos que han intentado criminalizar precisamente a esa izquierda transformadora, en ese intento de mantener el status quo, de defender privilegios. Se ha legitimado y naturalizado una vuelta a expresiones fascistas, que no veíamos desde finales de los años 70 con esa capacidad de generar ruido. Es algo que a mí me preocupa, es algo para lo que estar preparados y es algo que en el libro he querido incluir.
El desierto blanco es "un ejercicio de memoria, de paisajes y aventuras, de nostalgia". "La melancolía requiere tiempo, requiere, digámoslo así, trabajo". "La melancolía es una elaboración, quizá la nostalgia sea un hábito que alguien me inculcó cuando era niño. Me parece bastante probable que la nostalgia sea un hábito aprendido, un modo de relacionarnos con el mundo". "Así de autoritaria y arbitraria es la nostalgia, que echamos de menos siempre lo anterior". ¿Vivimos instalados en la nostalgia?, ¿es tan incierto el futuro que creemos que cualquier tiempo pasado fue mejor o que necesitamos refugiarnos en el metaverso?
En mi obra cinematográfica en solitario, con 'El futuro' y 'El año del descubrimiento', una de las cuestiones que me preocupaba era la idealización de épocas pasadas: la idealización de la Transición, la idealización del año 92... que todo eso está bien, que hubiera elementos positivos, pero me preocupa que la idealización no admite matices, no admite crítica. Además que yo soy una persona melancólica y nostálgica y creo que escribo estas cosas para curarme de ella, porque creo que la nostalgia inmoviliza, creo que la nostalgia, en última instancia, es reaccionaria. Tanto con 'El futuro' como con 'El año del descubrimiento' he intentado producir antídotos contra la nostalgia. Y eso es algo que atraviesa este libro. El hermano del narrador dice que la nostalgia y la melancolía requieren trabajo y esfuerzo, porque son sentimientos que a veces se pueden permitir las clases acomodadas. Es decir, hay un tema de clase social dentro del libro y es que Aitana, la pareja del narrador, que pertenece a otra clase social, mira ese regodeo en la nostalgia de la familia burguesa de su pareja con una cierta distancia. Ella no se puede permitir estar triste porque tiene otras cosas en las que pensar y de ahí un poco lo que lo que comentabas. Dicho esto, desde los 'Yo fui a EGB' a la música, que parece que solo parece remitir al pasado, como que las producciones culturales que nos rodean desde hace 15 años, parece que solo se pueden alimentar del pasado. Diferentes generaciones idealizan y mitifican su juventud o su adolescencia y creo que hay una cierta tendencia al nostalgia y a la melancolía y creo que eso es algo que uno puede hacer de manera privada, pero que no se puede colectivizar. Estoy totalmente en contra de colectivizar la nostalgia y convertirla en una especie de objeto de consumo masivo.
Alana S. Portero, en 'La mala costumbre', también hace un retrato de clase social en un barrio obrero de Madrid. Tú recoges historias de fantasmas en una sociedad dominada por la propiedad privada. No sé si coincides con ella en que la destrucción de lo público, la desaparición de lo colectivo, de la comunidad, es uno de los grandes males de nuestro tiempo presente y futuro.
A ver, lo que pasa es que la sociedad se ha derechizado tanto después de la caída del muro de Berlín. Cuestiones que antes te defendía un partido socialdemócrata más o menos blandito en los años 80, ahora parece que son cuestiones comunistas bolivarianas. En ese sentido sí que creo que los procesos de privatización del espacio público, los procesos de turistificación, los procesos de privatización de la educación, los procesos incipientes de privatización de la sanidad... en los que llevamos instalados los últimos 35 años, nos colocan en un lugar de enorme vulnerabilidad. Y la vulnerabilidad probablemente nos impida tener tiempo para pensar el mundo que queremos. Claramente hay que reforzar de la manera que sea, a nivel vecinal, a nivel asambleario, a nivel red de amigos, a nivel red de familias escogidas, a nivel redes sociales... hay que volver a tejer alianzas y redes, pensar en cómo recuperar lo público y cómo recuperar una manera de pensar comunitaria.
Se antoja complicado
Se antoja complicado porque llevamos como mucho tiempo bajo un paradigma de consumo, un paradigma principalmente individualista, con prácticamente ninguna referencia global como la que pudiera haber antes, como la Unión Europea. La gente está frustrada porque creo que hay una mayoría social que quiere que vuelva un poco el Estado de consumismo, que no de bienestar, anterior a la crisis. A mí me preocupa que las recetas pragmáticas y socialdemócratas de los partidos de la izquierda propongan parchear, para intentar volver a ese mundo que ya no va a volver. Ya no va a volver porque estamos ya en otra circunstancia, energética, geopolítica y sobre todo climática. Tenemos que pensar otras maneras de organizarnos políticamente, porque a mí realmente lo que me preocupa es que la frustración de esos sujetos de clase media aspiracional, que quieren volver a esa época de vacas gordas, de consumo, de vacaciones, de segundas residencias, etcétera, como eso ya no va a suceder porque no puede suceder, me preocupa que poco a poco se acaben refugiando en recetas autoritarias y populistas. Necesitamos certidumbres, pero ya no sirven esas recetas presentistas, individualistas y hedonistas de los primeros ochenta, esa especie de socialdemocracia liberal.
Me ha recordado a 'Los empleados', de Olga Ravn, también con Anagrama y que nos situaba también en un futuro lejano, donde convivían humanos y máquinas, inteligencias artificiales a bordo de una nave espacial. Los humanos echaban de menos su vida en la Tierra y Ravn reflexionaba sobre qué nos hace humanos, qué nos deshumaniza. En 'El desierto blanco' hay una reflexión que atraviesa todos los capítulos y es qué es la civilización, dónde reside la base de la civilización, cuáles son esas normas que nos ponemos tanto en la vida real como en los juegos en la ficción, para hacer posible la convivencia. Normas que evitan que seamos monstruosos e incivilizados. ¿Hemos abandonado esos acuerdos de convivencia, somos incivilizados, estamos deshumanizados?
Una de las cuestiones que atraviesa la novela es por qué una determinada época ha producido culturalmente muchas distopías. Por qué parece que una de las dificultades que tenemos para imaginar tiene que ver con el hecho de que es más fácil imaginar el fin del mundo, que el fin del capitalismo, en palabras de Mark Fisher. Que lo catastrófico y lo distópico nos haya atravesado es algo que aparece en el libro, porque incluso uno de los personajes es guionista y trabaja haciendo eso y eso tiene una serie de implicaciones a veces ideológicas, a veces sociales o de diferente índole, pero el libro se pregunta por ello. Y lo hace a medida que va avanzando y se va internando cada vez más en el futuro. Pensando en las partes finales del libro, yo no quería que transcurriera o caminara por los habituales paisajes devastados, distópicos, de crisis energética o de crisis de suministro que solemos ver en las ficciones más colapsistas. Porque una ficción colapsista no tengo yo muy claro que te ponga las pilas desde el punto de vista del calentamiento global. Y porque me parece necesario que también la ficción intente proponer utopías, aunque sean muy pequeñitas, aunque sean vecinales. Y en algunos de los fragmentos finales del último capítulo del libro sí propongo otras modalidades de convivencia, otras modalidades de comunidad y quizá la posibilidad de que la escasez nos descubra una nueva manera de ser solidarios los unos con los otros.