Un año acaba y otro empieza y todos tenemos la misma costumbre: hacer una lista de propósitos para el año entrante. Nuestros propósitos pueden ser de muchos tipos. Hacemos planes para el trabajo o para la vida familiar. Nos proponemos que de este año no pasa: estudiaremos idiomas, haremos aquel viaje tantas veces pospuesto, reanudaremos el contacto con viejos amigos de los que la vida nos separó, adelgazaremos o engordaremos o aprenderemos a conducir o a tocar un instrumento musical. Pocas veces en esa lista de propósitos –que a veces se parece a una carta a los Reyes Magos, en los que los Reyes somos nosotros mismos—incluimos propósitos gastronómicos. Nuestra relación con la comida se da por supuesta o surge de manera improvisada, no solemos planificarla, y mucho menos de un año para otro. Sin embargo, para este año que empieza, yo me atrevería a sugerir un propósito gastronómico: siempre que pueda, procuraré prepararme mi propia comida. Parece un propósito sencillo, pero encierra muchas cosas. Implica un aprendizaje, un juego de ensayo y error, un experimento con nuevos ingredientes, con nuevos procedimientos para prepararlos. También implica adquirir independencia, libertad: ser capaz de preparar nuestra comida es no depender de otros para algo tan básico como comer. Y también conocimiento: saber lo que comemos y cómo los ingredientes crudos llegan a convertirse en un alimento elaborado. Guisar puede ser un ejercicio de mindfulness, ya que implica prestar atención plena a lo que hacemos, concentrarnos en nuestra tarea desconectando durante un rato del resto de nuestras preocupaciones y urgencias. Y si guisamos para compartir la comida, es una forma de relacionarnos con otros. Hacernos la comida, algo tan sencillo y tan complejo. Y luego viene la satisfacción de comer lo que hemos preparado. Y así día tras día o, por lo menos, semana tras semana. Hasta el año que viene.