Ayer ordené la vajilla del aparador y en el fondo, oculta tras una pila de platos, encontré la vieja papillera de mi primera infancia. Me sorprendió encontrarla allí porque ni siquiera sabía que la conservaba. La papillera ha durado casi setenta años y debe de ser de excelente calidad, porque está intacta, sin una raya ni un desportillado, y eso que se debió de usar y fregar muchas veces. Es un plato de porcelana (más bien un cuenco ancho) que parece extraordinariamente grueso, pero ese grosor tiene truco: la parte de abajo, que forma una sola pieza con el cuenco, es un depósito cerrado en el que se podía echar agua caliente para mantener la papilla tibia en el caso de que el bebé fuera perezoso para comer y tardase en acabársela. El agujerito por el que se vertía el agua en el interior tenía —todavía tiene— un tapón que representa el cuerpo de un payaso. Me impresiona pensar que gracias a ese recipiente yo aprendí a comer antes de tener dientes. Pero no solo se usó para alimentarme a mí en aquellos mis primeros meses de vida, en los que aún no sabía masticar, sino que nuestra madre lo utilizó también para mis hermanos, mucho más jóvenes que yo; así que guardo en la memoria su imagen maternal usando la papillera para alimentar a cucharadas, con una papilla hecha por ella misma —entonces no existían los alimentos preparados para bebés— a esos hermanos que fueron irrumpiendo sucesivamente en mi infancia de hija única. Incluso siendo ya mayorcita, a mí me fascinaban los dibujos serigrafiados en el fondo y el borde del cuenco de porcelana. En el centro hay una escena rural en la que un joven, ataviado con una vestimenta campesina que ahora me parece levemente centroeuropea, lleva en brazos una oca, mientras un muchacho huye hacia el fondo llevando a un cerdito agarrado por el rabo; debe de ser una ilustración de un cuento infantil que desconozco. A medida que el bebé iba comiéndose su papilla templada, emergían del fondo las figuras estampadas en la porcelana. El borde del plato, sin embargo, contaba una historia en viñetas parecidas a las de un tebeo, en la que un grandullón forzudo golpeaba la cabeza de un niño y el niño se vengaba de él con una broma pesada: con un serrucho cortaba por el centro el vástago de una gran pesa de culturismo de manera que, cuando el culturista la levantaba, el vástago se quebraba y la pesa caía sobre su cabeza. De ese humor violento, hecho de golpes y porrazos, estaban llenas las historietas de los tebeos en los que luego aprendimos a leer. Cuando remoloneábamos para comer, nuestra madre nos iba señalando los dibujos y contando la historia, y aprovechaba nuestro embelesamiento para irnos metiendo cucharadas en la boca. Seguramente mucha gente de mi generación empezó a comer en piezas de vajilla semejantes, pero creo que pocos deben de haberlas conservado. El encontrar ahora ese pequeño tesoro me ha llevado de golpe a aquellos tiempos en que nuestras madres se las ingeniaban para preparar para sus hijos muy pequeños una comida nutritiva, sana y sabrosa, escogiendo cuidadosamente ingredientes adecuados, cocinándolos casi sin sal, machacándolos con un tenedor o con un pasapurés, porque entonces ni siquiera existía la minipimer. Esas papillas fueron nuestra introducción a la gastronomía y con ellas, a nuestra corta edad de pocos meses , empezamos a formar nuestro gusto. Incluso aprendimos a ser exigentes, porque no todas las papillas nos gustaban y entonces manifestábamos nuestro rechazo con llantos desconsolados; en mitad de nuestra llantina, las madres aprovechaban para meternos en la boca una cucharada más y volvían a entretenernos señalando los dibujos serigrafiados de la papillera y contándonos otra vez su historia.