Con amor a P.
"Ricardo Piglia, que falleció en 2017, fue profesor en Princeton durante más de una década. Fue, también, el escritor argentino que me enseñó, como escribí una vez, un antídoto contra la crueldad de la escritura"

Buenos Aires
Llegué a Princeton para dar una clase un día destemplado de falsa primavera. Cuando vi el carácter espartano de esa burbuja universitaria, sentí que regresaba a una vida que jamás tuve. Lo ajeno me pareció mío. Era una familiaridad irracional: yo nunca había estado allí. Ricardo Piglia, que falleció en 2017, fue profesor en Princeton durante más de una década. Fue, también, el escritor argentino que me enseñó, como escribí una vez, un antídoto contra la crueldad de la escritura. El día en que llegué fui a la legendaria biblioteca de la universidad donde se guardan papeles y manuscritos de cientos de autores. Fernando Acosta- Rodríguez, el bibliotecario, había hecho una curaduría pensando en lo que podía interesarme. Entramos a una sala. Él abrió una caja y sacó un poemario de Sor Juana Inés de la Cruz, primera edición, siglo 17. Se abrió por la redondilla que reza: “Hombres necios que acusáis”, un verso, para mí, fundacional. Cada caja era un golpe implacable: un manuscrito de Reinaldo Arenas, correspondencia de García Márquez, los diarios de Alejandra Pizarnik. Había chismes, asuntos editoriales, preocupaciones políticas. Entonces, Acosta-Rodríguez puso sobre la mesa dos cuadernos negros inconfundibles: los diarios de Ricardo Piglia. Yo los había visto en el estudio de Piglia en Buenos Aires, donde los amontonaba en cajas de cartón como si fueran zapatos viejos, pero encontrarlos allí fue arrebatador. Las páginas que él había tocado, la letra ininteligible, la huella de su mano. Un dispositivo mágico que acomodó lo desacomodado que había en mí, mis pedazos en dramática deflagración. El bibliotecario fue un hacedor sublime, un pasador alquímico. Construyó un portal bondadoso por el que pasé al otro lado del espejo. Salí a una tarde todavía destemplada, serena y feliz en un tiempo sin tiempo. Esa noche caminé de regreso a mi hospedaje con las manos cruzadas en la espalda. Resultaba extraño: yo nunca caminé de esa forma. De pronto me di cuenta: así caminaba Piglia, un poco echado hacia adelante, rascándose un nudillo. Y, como una ola suave, vino a mí la frase que me escribió en uno de sus últimos correos: “Ojalá mi entusiasmo te acompañe en los días difíciles”. Dije en voz alta: “Hola, Ricardo”. Y entendí todo: él era la ciudad, era la noche, era el instigador de mi tremenda calma. Su respuesta llegó rodando en el viento. Pude escucharla perfectamente y era una respuesta hermosa.