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El rastro de las flores

Llegué a la cala donde el mar, apretado entre los hombros bestiales de las rocas, parecía beber su azul directamente del cielo

El rastro de las flores

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Buenos Aires

En unos minutos más lloverá, pero este mediodía, cuando salí a correr hasta la cala Alcaufar, en Menorca, no llovía. El sol de mayo gestionaba una temperatura despareja, un poco de frío, un poco de calor. Corrí entre matas y cardos por un camino estrecho de piedras. Casi podía sentir la savia circulando por los tallos, la sangre caliente de los pájaros manteniéndolos en vuelo. Me habían dicho que, cuando estuviera cerca del mar, vería una torre, pero aún no se veía torre alguna. Todo era seco, achaparrado, espinoso. Hace semanas que llevo una vida simple: despertar, trabajar, correr, cenar sola. Es como ser una esclava leve de mí misma, una situación que le conviene a la escritura, no sé si a mí. Después de correr treinta minutos, vi la torre a lo lejos. El sendero ahora descendía y se bifurcaba varias veces, así que dejé en cada cruce de caminos pequeños ramos de flores silvestres aplastados por una piedra para no perderme al regresar. Iba escuchando a Joy Division, a Johnny Cash, pero de pronto el algoritmo de Spotify arrojó una canción de Neil Diamond que dice: «Nací y crecí en Nueva York, pero hoy en día estoy perdido entre dos costas. Los Ángeles está bien, pero no es mi hogar. Nueva York es mi hogar, pero ya no es mío». Llevo semanas lejos de mi país. Pocos días antes, en Mahón, alguien me preguntó: “Cuál es exactamente tu concepto de “casa””. Le respondí que mi casa es donde están mi estudio y mi biblioteca. Algo que queda muy lejos de aquí, doce mil kilómetros al sur. Sin embargo, ni la pregunta ni la respuesta me produjeron nostalgia. Por estos días soy una persona que avanza sin hacerse preguntas, casi una desconocida para mí. Llegué a la cala donde el mar, apretado entre los hombros bestiales de las rocas, parecía beber su azul directamente del cielo. Me quedé mirando esa superficie temblorosa e inestable unos minutos. No había en ella ninguna respuesta, ningún secreto, sólo el agua milenaria, algo que estaba vivo y muerto al mismo tiempo. Volví corriendo cuesta arriba, siguiendo el rastro de las flores que había cortado para mí. Sharon Olds tiene un poema estremecedor que termina con un verso luminoso: “yo soy de acá, esto es mío, es la vida que vine / a vivir a este planeta”. Lejos, sola, cuesta arriba, siguiendo el rastro de las flores. Parece que esa es la vida que, cada tanto, vine a vivir a este planeta.

 

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