Qué risas

Galicia

Las dos únicas veces que me expulsaron de clase, en todos mis años de estudiante, fue por reírme. No recuerdo de qué, solo que no podía parar de hacerlo. Creo que los mejores momentos de mi vida han sido siempre esos en los que algo me hacía muchísima gracia, me arrastraba a las carcajadas, y después no sabía frenar. Quién sabe si aquellas expulsiones sirvieron para aprender que la risa tiene algo de peligroso: puede dar paso al drama inesperadamente. Siempre el humor lleva dentro la posibilidad del equívoco. La gente que carece de él es fácil que sienta el de los demás como un ataque. La vida sería inmensamente sencilla si aprendiésemos de pequeños a reírnos de nosotros mismos. Yo lo estoy intentando con mi hija. Al principio del verano la apuntamos a un campamento. El último día, la organización entregó a los niños algunos diplomas. Cuando Helena pensaba que iba a quedarse sin reconocimiento, le otorgaron uno a la mejor caída. No le vio la gracia, pero hoy el diploma cuelga de la pared. Admito que reírse de uno mismo es una idea atractiva, aunque después hay que ponerse. A no todo el mundo le sale, por eso algunos prefieren cargarse al que hace las gracias, como ha hecho Trump con Jimmy Kimmel. El humor lleva secretamente a la tragedia, ya lo he dicho, si bien no pocas veces también la tragedia conduce al humor. Me gusta que citar el funeral de mi propia bisabuela, Cristalina, cuando a dos metros del ataúd se me ocurrió pensar algo graciosísimo a su costa, y ponerme a reír sin parar. Mi madre me asesinó con la mirada, pera la risa es la risa: hay que dejarla salir.