Esclavos. La ruta triangular de la vergüenza
La esclavitud era una institución con tradición que había permanecido en Europa desde la Edad Antigua, y que nació de usar como mano de obra a los cautivos en las guerras, una alternativa práctica a su sacrificio.
Una hermosa mañana de 1491 una pequeña carabela portuguesa se mecía suavemente en las costas de una luminosa isla verde en un mar brillante y azul. Su carga era muy valiosa, y el capitán esperaba venderla con facilidad en el mercado local. Tenía prisa por hacerlo, pues se trataba de algo escaso y caro, absolutamente necesario para mantener la riqueza de la isla. Su mercancía eran seres humanos. Esclavos. Africanos negros capturados en la Costa de Oro y llevados a la isla de Madeira para trabajar en las plantaciones de caña que la habían convertido en las décadas anteriores en un floreciente emporio azucarero.
SER Historia: Esclavos en América (13/06/2015)
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La esclavitud era una institución con tradición que había permanecido en Europa desde la Edad Antigua, y que nació de usar como mano de obra a los cautivos en las guerras, una alternativa práctica a su sacrificio. La variación de la trata moderna de esclavos a gran escala consistía en que, con los europeos, necesitados de mano de obra para extenderse por nuevos territorios de los que obtener riquezas, los esclavos habían pasado a ser, única y exclusivamente, un objeto dependiente de factores económicos.
Esclavos traídos de África eran enviados a trabajar en las plantaciones, en minas o a servir en trabajos domésticos. Los mismos buques que los transportaban, llevaban productos manufacturados de Europa a África, donde además de esclavos cargaban maderas exóticas, pieles de animales, oro, pimienta, marfil y otras riquezas que escaseaban o eran desconocidas por los europeos, luego regresaban y las vendían en sus puertos de origen. Nació así un comercio que convirtió, en apenas unos años a Madeira y, por extensión al imperio portugués, en uno de los lugares más rico del mundo.
Al principio era un comercio floreciente, pero limitado. Desde Arguin, en las costas de Mauritania, se enviaban al menos 800 esclavos por año a Europa. La mayoría se quedaban en el propio Portugal, algunos se vendían a España y muy pocos acababan repartidos por el resto del continente, donde había que competir con venecianos, genoveses o los caballeros de la Orden de San Juan, pero ocurrió un suceso que cambiaría la historia de aquel mundo que solo sabía expandirse hacia el este: el descubrimiento de América.
A partir de ese momento, se convirtió en el sostén de la economía del reino portugués. Un monopolio perfectamente dividido: para los portugueses, el mundo occidental; para los árabes, el oriental. Protegidos por sus fortalezas construidas en la costa donde se reunía a los esclavos, los comerciantes animaban a los africanos a combatir entre sí para obtener más y más esclavos.
Luego comenzó España a importar esclavos a las costas americanas. La influencia de Bartolomé de las Casas y de la Escuela de Salamanca había evitado que se siguiera esclavizando a los indios, luego solo había una solución, sustituirla por mano de obra esclava traída de África. Igual suerte corrieron los indios de Jamaica y Puerto Rico, pero también los de Trinidad, Bahamas, y otras islas menores, donde no había establecimientos coloniales permanentes, pero que sufrían las incursiones de los cazadores de esclavos.
Como consecuencia del incremento del negocio y de las riquezas que facilitaba, todas las potencias atlánticas se fueron sumando a la trata. Primero los ingleses, holandeses y franceses, pero más tarde incluso alemanes y escandinavos acabaron participando en el lucrativo negocio del comercio de seres humanos. Durante siglos, blancos, negros, católicos, protestantes o musulmanes, estuvieron unidos en una tarea común: someter al débil para obtener beneficios. Todos, aunque actualmente parezca solo cosa de unos pocos.
El éxodo forzado de millones de personas provoco la disminución del crecimiento vegetativo de la población africana. El impacto fue tan brutal, que las zonas con mayor índice demográfico en el siglo xv, como el Congo, Ndongo y Quissana, estaban ya despobladas en el XVII. Muchas poblaciones, ante la amenaza de ser esclavizadas, abandonaron sus zonas originales, refugiándose en las regiones interiores, lo que aumentó la despoblación. Las actividades económicas, hasta entonces lucrativas, como la agricultura, minería, artesanía, alfarería, tejidos, forja de metales o el comercio local se abandonaron, y todas las actividades se orientaron en exclusiva a otra que daba más riqueza. Era vender, o ser vendido.
La trata fue tan destructiva para África que sus efectos se han sentido hasta nuestros días. Evitó la formación de estados africanos sólidos, fragmentó a los grupos étnicos, destruyó el crecimiento natural de la población e impidió la consolidación de los reinos existentes y su desarrollo. Millones de africanos fueron sacados de sus tierras y enviados al otro lado del mar, y de ellos, una enorme cantidad murió en las largas marchas a la costa, o en la travesía para llegar a su destino.
Todo este proceso de intercambio de bienes y productos por personas, así como las consecuencias del trabajo esclavo en América aceleró el proceso de crecimiento económico —primero de Europa y luego de los Estados Unidos—, en buena parte basado en la muerte, la codicia y el egoísmo del tráfico negrero. Desde la destrucción de los reinos africanos hasta la brutalidad de las plantaciones americanas o la criminal actuación de los belgas en el Congo, ya en pleno siglo XX, todo lo relativo a este comercio constituye uno de los capítulos más turbios y nefastos de la Historia Universal.
Carlos Canales y Miguel del Rey son escritores, IX Premio Algaba de de Biografía, Autobiografía, Memorias e Investigaciones Históricas por Naves Mancas (Edaf, 2011)