Los secretos del gigante de la egiptología: Giovanni Belzoni
El tercer milenio no pudo empezar mejor. En Luxor, a orillas del Nilo, y con el inconfundible perfil de la sagrada montaña tebana marcando el oeste, la otra orilla se antojaba prometedora aquella mañana.
Madrid
Como tantas otras veces, poco después del amanecer del primero de enero de 2001, la barcaza que hace las veces de autobús flotante para los habitantes de la ciudad, me cruzó al “lado de los muertos”. Quería aprovechar la transparente atmósfera del año nuevo para visitar –una vez más- las ruinas del Rameseum. Aquel templo de fabulosas proporciones guarda aún en su seno una de las mejores representaciones de la batalla de Kadesh, que enfrentó a Ramsés II y a sus enemigos los hicsos. También protege el formidable Ozymandias, un monolito de mil toneladas de peso y diecisiete metros de alzada que aún hoy constituye un enigma en toda regla para los egiptólogos. ¿Cómo pudieron los obreros de Ramsés mover una masa así en una época en la que los recursos técnicos apenas superaban la fuerza bruta y el uso de palancas rudimentarias?
Giovanni Batista Belzoni
19:32
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Pero el templo, generoso como pocos, guardaba otra sorpresa para mí. Tal vez cansado de mostrarme siempre su rostro más colosal, aquella mañana decidió enseñarme sus pequeños secretos. En efecto: por un capricho de la luz y de la falta de prisas, advertí que muchas de sus columnas contenían extrañas inscripciones. No se trataba de signos jeroglíficos, ni si quiera de inscripciones en hierático o demótico –variantes tardías de la escritura sagrada de los faraones-. Nada de eso. Lo que habían llamado mi atención eran una interminable colección de graffitis grabados por doquier desde principios del siglo XIX. Apellidos europeos pertenecientes a soldados y aventureros lucían aquí y allá sobre los muros sin otro propósito que el de inmortalizar a sus mediocres portadores. “Carlo Vidua, 1820”, “Schavye-Rutty, belge”, “Mangles Clirey, 1817”...
...Sin embargo, uno me sorprendió. O mejor, dos. El primero estaba inscrito con trazos fuertes en el lateral derecho de la tercera puerta del Ramesseum. Era escueto: “Belzoni”. El segundo, grabado con menor profundidad pero parecida caligrafía, también lo era: “Salt”. Naturalmente, me sorprendí. Aquellos dos nombres estaban intrínsecamente relacionados con la historia reciente de aquel lugar, y con la del Ozymandias del fondo del templo de una manera especial. Había leído tanto sobre ellos, que una extraña sensación de familiaridad me invadió al instante.
El primero, apellido de Giovanni Battista Belzoni, correspondía al personaje singular al que está consagrada esta reveladora biografía. Hombre de circo, con un ingenio fuera de lo común, fue contratado en 1816 por el cónsul británico Henry Salt –el firmante del segundo graffiti- para que con su pericia lograra sacar del Rameseum la fabulosa cabeza del Ozymandias y la embarcara hacia Inglaterra lo más pronto posible. Pesaba 70.000 kilos y todos creyeron, especialmente los franceses, que Belzoni fracasaría. No fue así. De hecho, aunque su firma en los muros del Ramesseum no está fechada, debió ser durante aquellas dos semanas de angustioso arrastre del coloso que el “gigante del Nilo” dejó estampada su rúbrica en el lugar.
No sería la única. A más de quinientos kilómetros al norte, en la meseta de Giza, Belzoni tendría ocasión de volver a estampar su inmortal rúbrica sobre otro monumento.
El destino quiso que su atención se fijara en las célebres pirámides atribuidas a Keops, Kefrén y Micerinos, faraones de la IV Dinastía. Cuando Belzoni desembarcó en Egipto por primera vez en 1815, el bajá Mohammed Alí le dio la oportunidad de escalar la Gran Pirámide. Desde su cima se maravilló de la extensión del desierto y de los perfiles de algunas otras pirámides poco o nada exploradas. También recorrió sus pasadizos y cámaras, maravillándose del hecho de que la segunda pirámide –la de Kefrén- fuera maciza.
En aquellas fechas esa era la creencia aceptada: Keops disponía de galerías internas, pero Kefrén no. Pero a Belzoni aquello le escamó. Cuando regresó a El Cairo en 1818 merodeó alrededor de esta segunda pirámide. Husmeó en sus hileras de bloques tratando de encontrar alguna entrada enterrada similar a la de Keops, cosechando aciertos desiguales... hasta que a principios de marzo la suerte le sonrió. Localizó un corredor descendente y una cámara con un gran sarcófago negro y, como de costumbre en todas las pirámides, vacío. Fue allí, contra uno de los muros de la cámara sepulcral, donde dejó grabado su segundo graffiti: “Scoperta da G. Belzoni 2 mar. 1818”.
Belzoni, uno de los europeos de más fino instinto para a localización de antigüedades que ha pisado jamás Egipto, terminó mal con su patrón Henry Salt. Éste nunca quiso reconocer los méritos de su empleado, y el “Sansón patagónico” –como se conocería a este gigante de casi dos metros de alzada- terminó estableciéndose por su cuenta en aquel país lleno de sorpresas. Él fue el primero que estableció una geografía y topografía realistas del Valle de los Reyes, cerca del Ramesseum. Allí, como si pudiera leer en los accidentes del terreno, dedujo dónde excavar en busca de nuevas tumbas de faraones, descubriendo las de Ay, Ramsés I y el fabuloso sepulcro de Seti I. Con su demostrada habilidad para el traslado de grandes bloques, extrajo de sus hallazgos piezas de incalculable valor histórico. Por ejemplo, el sarcófago de alabastro del gran Seti, que vendió en 1824 al arquitecto sir John Soane, y que terminó en su mansión de Lincoln´s Inn Fields, donde aún descansa hoy.
Y pese a todas estas proezas, cuidadosos saqueos y descubrimientos –amén de las decenas más que narra exquisitamente este libro-, Belzoni fue condenado por la comunidad egiptológica europea al más cruel de los olvidos. A aquellos sabios remilgados del siglo XIX y XX no les parecía bien que un “saltimbanqui” (así lo descalificaban) entrara por la puerta grande de la historia de su disciplina. Pero lo curioso es que ese “saltimbanqui” organizó en Londres la primera exposición egiptológica que se conoce, inaugurando en 1821 una réplica de la tumba de Seti en Piccadilly.
Y es que, de eso no cabe duda, Belzoni fue un valiente. Sin importarle el reconocimiento o las veleidades europeas, se consagró a su búsqueda con la tenacidad de un titán. Baste un último apunte: mientras José Bonaparte, hermano de Napoleón y rey de España, se debatía entre huir o quedarse en este país ante el avance de las tropas angloespañolas en diciembre de 1812, Belzoni se pasea por tierras de Cádiz y Málaga como si tal cosa. Nunca se supo bien qué fue a hacer a aquellos peligrosos pagos salvo –naturalmente- poner a prueba el coraje que después demostraría en las riberas de los faraones.
El detalle ya basta. Belzoni hizo méritos para ser historia, dejó su firma en piedras que ya lo eran, y ahora regresa en este Cronovisor para reivindicar su merecido lugar en nuestra memoria. ¡Viva Belzoni! –esto es, ¡resucite Belzoni! (con permiso de Isis, claro).