A vivir que son dos díasLa píldora de Leila Guerriero
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"Se habla poco de los momentos pantanosos en los que alguien que escribe siente que todo lo que tenía -eso que despiadadamente se llama inspiración, eso que pretenciosamente se llama talento- se ha perdido"

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Buenos Aires

Una colega escribió hace poco un texto hermoso, altivo como un galgo, y me dijo que, al terminar, quedó vacía como si nunca más fuera a tener algo para decir. Lo dijo con miedo, como expresando una desgracia intransferible, una vergüenza. Se habla poco de los momentos pantanosos en los que alguien que escribe siente que todo lo que tenía –eso que despiadadamente se llama inspiración, eso que pretenciosamente se llama talento- se ha perdido. Supongo que se evita hablar del tema porque hablar del miedo a quedarse sin nada para decir podría activar la posibilidad de que eso, realmente, sucediera. Hace poco estaba inmersa en uno de esos períodos de escritura rara, floja: me quedaba al borde de las ideas y desistía de ellas antes de empezar. Entonces salí a correr. No había recorrido ni cinco cuadras cuando empecé a escribir, en mi cabeza, una columna. Era muy corta y en ella, a partir de una canción de Cat Powers que conectaba con un párrafo de Yoga, el último libro de Emanuelle Carrére, hablaba acerca de la absurda y quizás despreciable ambición de no ser olvidados que tenemos quienes escribimos y hurgaba, a partir de una frase reveladora que escuché en una serie que no me gustó, Mare of Easttonwn, en el posible origen de esa pulsión. Después hacía un malabar pequeño y delirante pero creo que eficaz para relacionar todo el asunto con los tiempos que corren, tan convalecientes, en los que hemos atravesado un umbral sin que se entienda bien hacia dónde ni para qué, y luego retrocedía para recordar una noche de mi adolescencia en la que hablé durante horas por teléfono con mi padre, escuchando por detrás de su voz los festejos de una fiesta aborrecible, cuidando las palabras como si fueran piedras peligrosas para convencerlo de volver a casa. Al final, la columna llegaba a una conclusión que me resultaba satisfactoria, emocionante, y ataba todos los cabos sueltos. La recité mientras corría, absorta, repasando el fraseo, el comienzo, el final. Regresé a casa eufórica, subí las escaleras corriendo y, al abrir la puerta de mi departamento, la olvidé por completo. Entonces entendí lo único que necesitaba entender: que mi escritura era más sabia que yo, que podía aparecer, demostrar de qué era capaz, y después ocultarse como una bestia recelosa. Abrí la heladera, saqué una botella de agua y sólo rogué, como rogamos todos, que no se ocultara para siempre.

 
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