Por qué debemos volver a Venus
Venus da una idea de un mundo que, en otro tiempo, tal vez no fuera tan diferente del nuestro
Raleigh
Muy cerca de nosotros, cosmológicamente hablando, hay un planeta que es casi idéntico a la Tierra. Tiene aproximadamente su mismo tamaño, está hecho más o menos de la misma materia y se ha formado alrededor de la misma estrella.
Para un astrónomo alienígena que se encontrara a años luz de distancia y observara el sistema solar a través de un telescopio, sería prácticamente imposible distinguir Venus de nuestro planeta. Sin embargo, cuando se conocen las condiciones de la superficie de Venus –temperatura de un horno y atmósfera saturada de dióxido de carbono con nubes de ácido sulfúrico–, queda claro que Venus no se parece en nada a la Tierra.
¿Cómo es posible que dos planetas tan similares en cuanto a posición, formación y composición puedan acabar siendo tan diferentes? Es una pregunta que preocupa a un número cada vez mayor de miembros de la comunidad de ciencias planetarias, y da pie a que se propongan numerosas iniciativas dirigidas a explorar Venus. Si la comunidad científica logra comprender por qué Venus evolucionó como lo hizo, sabremos con más certeza si la existencia de un planeta semejante a la Tierra es la regla o la excepción.
Soy científico planetario, y me fascina estudiar cómo surgieron otros mundos. Me interesa Venus en particular, porque da una idea de un mundo que, en otro tiempo, tal vez no fuera tan diferente del nuestro.
¿Fue Venus un planeta azul en otro tiempo?
La opinión científica actual sostiene que, en algún momento del pasado, Venus tenía mucha más agua de lo que su atmósfera seca sugiere hoy, puede que incluso océanos. Pero a medida que el Sol fue calentándose y volviéndose cada vez más brillante (por efecto natural del envejecimiento), las temperaturas de la superficie de Venus se elevaron y acabaron evaporando los océanos y los mares.
La creciente acumulación de vapor de agua en la atmósfera creó en el planeta unas condiciones de efecto invernadero descontrolado del que Venus no logró recuperarse. No se sabe si alguna vez hubo en Venus una tectónica de placas similar a la terrestre (donde la capa exterior del planeta está partida en grandes trozos móviles). El agua es fundamental para que la tectónica de placas funcione, y un efecto invernadero descontrolado detendría, en la práctica, ese proceso, si es que tuvo lugar allí.
Pero el fin de la tectónica de placas no habría significado el fin de la actividad geológica: el considerable calor interno del planeta siguió produciendo magma, que se derramó en forma de flujos voluminosos de lava y reconfiguró la mayor parte de su superficie. De hecho, la edad media de la superficie de Venus es de unos 700 millones de años, una edad provecta, sin duda, pero muy joven si la comparamos con las superficies de Marte, Mercurio o la Luna, que tienen varios miles de millones de años.
La exploración del segundo planeta
La visión de Venus como un mundo húmedo es solo una hipótesis: la comunidad científica planetaria no sabe qué hizo que Venus fuera tan diferente de la Tierra, ni tampoco si los dos planetas se generaron realmente con las mismas condiciones. Los seres humanos sabemos menos acerca de Venus que acerca de los otros planetas del sistema solar interior, en gran medida porque Venus plantea varios obstáculos singulares que dificultan su exploración.
Por ejemplo, es necesario explorarlo mediante radar para traspasar las nubes opacas de ácido sulfúrico y ver la superficie. La dificultad es mucho mayor que con las superficies de la Luna o Mercurio, que se pueden observar con facilidad. Además, la alta temperatura de la superficie –470℃– hace que la electrónica convencional solo aguante unas pocas horas. Una situación muy distinta de Marte, donde los rovers pueden operar durante más de diez años. Así pues, debido en parte al calor, a la acidez y a la opacidad de la superficie, Venus no ha disfrutado de un programa sostenido de exploración en los dos últimos decenios.
No obstante, en el siglo XXI se han enviado dos misiones a Venus: el satélite Venus Express, de la Agencia Espacial Europea, que operó entre 2006 y 2014, y la sonda Akatsuki, de la Agencia Japonesa de Exploración Aeroespacial, que actualmente está en órbita.
Los seres humanos no siempre han mostrado tan poco interés por Venus. En otro tiempo fue el favorito de la exploración planetaria: entre 1960 y 1980, se enviaron unas 35 misiones al segundo planeta. La misión Mariner 2 fue la primera sonda espacial que llevó a cabo con éxito un encuentro planetario, al sobrevolar Venus en 1962. Las primeras imágenes tomadas desde su superficie enviadas por el módulo de la sonda soviética Venera 9 tras aterrizar en Venus en 1975. Y el módulo de aterrizaje de la Venera 13 fue el primer vehículo espacial que envió sonidos desde su superficie. Pero la última misión que lanzó la NASA a Venus fue la sonda Magallanes, en 1989. Esta sonda tomó imágenes con radar de prácticamente toda la superficie antes de su desaparición prevista en la atmósfera del planeta en 1994.
¿Volver a Venus?
En los últimos años se han propuesto varias misiones de la NASA a Venus. La misión planetaria más reciente que ha elegido la NASA es una nave de propulsión nuclear llamada Dragonfly con destino a la luna Titán, en Saturno, pero también se ha seleccionado una propuesta encaminada a medir la composición de la superficie de Venus, que recibirá apoyo para seguir desarrollando su tecnología.
Otras misiones en fase de estudio son un proyecto de la Agencia Espacial Europea que tiene por objeto cartografiar la superficie de Venus en alta resolución y un plan de Rusia que se propone reforzar el legado que dejó como único país que ha logrado colocar un módulo de aterrizaje en la superficie de Venus.
Unos 30 años después de que la NASA pusiera rumbo a nuestro infernal vecino, el futuro de la exploración de Venus parece prometedor. Pero enviando solo una misión –un orbitador con radar o incluso un módulo de aterrizaje de larga duración– no se resolverán todos los misterios pendientes.
Paul K. Byrne, Associate Professor of Planetary Science, North Carolina State University
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.