Una semana sin comer carne: "Llevo medio kilo de jamón en la maleta y no puedo tocarlo"
La organización ProVeg lanza el reto de siete días sin tomar proteína animal para promover la dieta vegetariana
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Madrid
¿Podríais dejar de comer carne? Cada vez son más las personas que eligen abandonar las proteínas animales o disminuir su consumo. Según el estudio The Green Revolution, en 2021 el 13% de los españoles adultos se identificaba como vegano, vegetariano o flexitariano (es decir, que toma carne y pescado sólo esporádicamente). Esto supone un total de 5 millones de personas, un 34% más que en 2019.
El pasado 20 de marzo, la organización por la conciencia alimentaria ProVeg lanzó el reto de pasar una semana sin comer carne. A cambio, ellos te proporcionaban de forma gratuita todas las facilidades para conseguirlo: menús semanales, infografías, consejos nutricionales, comunidad de apoyo, recetas veggies... Decidí unirme sin dudarlo: quería saber cómo se sentiría mi cuerpo tras siete días sin probar nada de proteína animal, si era fácil o difícil y si podría lograrlo.
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Dejar la carne no es sólo no comer animales; dejar la carne es dejar atrás toda una cultura: el jamón ibérico, el rabo de toro a la cordobesa, la ropa vieja al estilo canario, el pastel de carne mallorquín... Una cultura que consciente o inconscientemente, nos presiona para preservar esa tradición gastronómica. Este pensamiento carnívoro-dramático me vino a la mente mientras rechazaba por primera vez un solomillo de ternera. Era lunes y comenzaba mi semana sin carne.
Mi primer obstáculo llegó cuando fui al supermercado a comprar una cena rápida con unas amigas. Quería alguna ensalada preparada, pero todas llevaban jamón york, atún o algún sucedáneo animal. Además, al pasar por la sección de la carne, pude ver un montón de patas de jamón serrano expuestas a la vista del público. ¿Quién puede resistirse a eso? Empezaba a dudar de todo y sólo era el primer día.
La cosa no empezaba muy bien, pero dejé a un lado mis desencuentros y pedí consejo a Elena, una de mis mejores amigas, vegetariana desde hace seis años: "No hagas ensaladas muy básicas, y piensa que las legumbres pueden tener una infinidad de lógicas de plato, desde lasaña de lentejas, pasando por el hummus, hasta pasteles con garbanzos". Y sobre todo: "Aprende a utilizar las especias". Tomé nota y el lunes por la tarde probé mi primer plato sin carne en un restaurante: ramen casero con salsa teriyaki y tofu.
Se dice que el tofu nació por error porque un cocinero estropeó por accidente la leche de soja; así como yo iba a estropear los planes gastronómicos que mi familia tenía previstos para el martes. Les conté mi objetivo y resultó que no se sorprendieron tanto como yo esperaba. Mi abuela me confesó que comía "muy poca" carne y mi padre también añadió que no tomaba casi nada, ni siquiera recordaba cuándo fue la última vez que la había comido.
¿Al final era yo la única rara que todavía comía carne? Aun así, tuve que romper con la receta estrella de ensalada de patata y anchoas que prepara mi madre. Y, sinceramente, sin pescado no era lo mismo. Estábamos, además, en plena celebración de Fallas, fecha en la que las pasiones gastronómicas son mucho más intensas que en otra época del año.
Afortunadamente, todo mejoró el miércoles con una paella de verduras que cocinó mi tía. En mi cabeza casi podía escuchar cómo sonaba el himno de la Comunidad Valenciana. Champiñones, habas, alcachofas, espárragos. No faltaba ni sobraba nada. Y por primera vez no eché de menos el ingrediente animal.
El asunto se complicó el jueves, cuando tuve que despedirme de mis familiares para volver a Madrid. Me metieron medio kilo de jamón serrano en la maleta "por lo que pudiera pasar" y me despidieron en la estación de tren preocupados por si moriría de hambre.
Llegué a la capital con varios paquetes de jamón que tenía prohibido tocar y comí con mis compañeros de trabajo. La única oferta vegetariana del menú era una muy poco apetitosa lombarda rehogada, la opción que nadie elige nunca. "No dan ganas de comérsela", me dijeron.
Pese a sus comentarios nada motivadores, cogí fuerzas y por la noche me animé a preparar una receta vegana que me sugirió la organización ProVeg: fajitas de seitán con cebolla y pimientos. Estaba bastante bueno.
El viernes seguí con más recetas de ProVeg y comí quinoa con verduras, pero mis escasas dotes culinarias no consiguieron que estuviera todo lo delicioso que podría haber estado. Me dio la sensación de que hace falta saber cocinar muy bien para conseguir platos vegetarianos realmente buenos, mientras que cuando eres omnívoro, lograr algo mínimamente decente no es tan complicado.
Llegué al sábado cada vez con menos ideas y más dispuesta a caer en la tentación que antes. Aunque la verdad es que mi estómago parecía muy agradecido, me sentía más ligera, más limpia. Y eso que abusé de las palomitas de maíz entre horas y aumenté el consumo de pan, queso y huevos una barbaridad. No sé que habría sido de mí sin estos alimentos y cómo habría podido reducir su ingesta alternando los con otras comidas.
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Finalmente llegó el domingo. Despedí mi semana sin carne con la versión vegana de uno de mis platos favoritos: las gyozas. Automáticamente recibí un correo de ProVeg: había superado el reto. Todo había terminado.
Según ProVeg, en sólo una semana sin carne había salvado la vida de un animal, había evitado las emisiones de CO2 equivalentes a un viaje de 200 kilómetros en coche y había ahorrado 7000 litros de agua. Celebré mi triunfo abriendo el paquete de jamón que llevaba en la maleta, pero ya no era lo mismo. Algo en mi había cambiado. No lo suficiente como para aceptar el nuevo reto de ProVeg de 30 días sin comer carne, pero a partir de ahora lo pensaré dos veces antes de pedirme el solomillo en el restaurante.
Adriana Calvo Solís
Graduada en Filología Hispánica por la Universidad de Valencia. Especializada en Teoría y Crítica de...