Me habían invitado a impartir un seminario en una universidad de Estados Unidos y me alojaron en un hotel de la ciudad cercana al campus. Al cabo de unos días, estaba un poco harta de desayunar, comer y cenar a diario en el hotel o en restaurantes, así que decidí comprarme algo de comida, un tentempié ligero, para tomarlo tranquilamente en mi habitación. “Compraré un poco de pan y de queso para hacerme un bocadillo, y un poco de fruta”, pensé. Recorrí durante un buen rato las calles del barrio sin encontrar ni una sola tienda de alimentación: ni una frutería, ni una charcutería, ni una panadería, ni uno solo de esos pequeños supermercados de barrio, tan frecuentes en España. Después de dar muchas vueltas encontré por fin una pequeña tiendecita donde vendían comida, pero solo había enormes bolsas de patatas fritas, chucherías y bebidas azucaradas. Nada que pudiera constituir una comida. Allí, en aquel barrio, no había forma de comprar una barra de pan o una manzana. Me dí cuenta de que estaba en mitad del desierto: en uno de esos desiertos alimentarios que existen en Estados Unidos, barrios o ciudades enteras en las que no hay ni un solo comercio de alimentación. La comida se compra en grandes superficies, a varios kilómetros del casco urbano. Y añoré inmediatamente el amable pequeño comercio que abunda –todavía abunda, y espero que por muchos años— en las calles de nuestro país. Las pequeñas tiendas de alimentación de nuestros barrios son un lujo que deberíamos proteger y conservar. * Paloma Díaz-Mas es escritora, catedrática de Literatura sefardí y miembro de la Real Academia Española. Entre sus obras más destacadas figuran El sueño de Venecia (Premio Herralde 1992) o El pan que como.