Cuando yo era niña, en los años 60 del siglo pasado, apenas había dos o tres restaurantes chinos en todo Madrid. Uno de ellos estaba cerca de casa y tenía un pequeño escaparate en el que se exponían platos de comida plastificados, cubiertos de una extraña película gelatinosa y acompañados de pequeños rótulos que los identificaban. Me fascinaban aquellos ejemplares momificados de arroz tres delicias, cerdo agridulce o tallarines con gambas. Cada vez que pasábamos por delante, me quedaba un buen rato mirándolos. Mis padres me explicaban que los chinos comían con palillos y yo me los imaginaba tomando aquellos platos con los mismos palillos que nosotros usábamos en los bares para pinchar las aceitunas o los boquerones en vinagre. En los años 70 empezamos a frecuentar los restaurantes chinos, cada vez más abundantes. Pero no sabíamos usar los palillos y comíamos con tenedor, embaulándonos la comida a paletadas en las que se mezclaban y confundían las diferentes texturas y sabores. Hasta los años 80 no aprendimos a utilizar palillos para comer la comida oriental, que por entonces no era ya solo china: habían abierto también restaurantes japoneses y tailandeses. Empezamos así a comer de otra manera: más despacio, poco a poco, tomando cada pedazo de comida de por separado, de una forma que nos permitía apreciar los distintos sabores y texturas que componían cada plato. Nos dimos cuenta entonces de que comer con palillos no era algo exótico y raro, sino una forma más sabia, pausada y exquisita de alimentarse.