El patriotismo de la tortilla

Seguramente uno pueda e incluso deba buscar el patriotismo en, qué sé yo, la batalla de San Quintín, el preámbulo de la Constitución, la red de bibliotecas públicas o esa mezcla de quebranto económico y satisfacción moral que da pagar impuestos. Hoy, si me lo permiten, seré menos trascendente: al vivir en el extranjero, como es mi caso, a uno España le duele por la parte de la tortilla de patatas. Ya, queda claro que uno se la puede hacer en casa, y que la venden al vacío hasta en los supermercados, supongo, de Oklahoma. Pero ustedes también sabrán que esto no es exactamente lo mismo que ese súbito entendimiento con el mundo, ese baño modesto pero cierto de libertad que es entrar a ciegas en cualquier bar sabedores de que hay ahí un pincho que, a eso de las once de la mañana, lleva nuestro nombre. A los franceses siempre les ha parecido que nuestra tortilla lleva mucha patata y poco huevo pero a saber si no es una genialidad de la tortilla pertenecer a esas cosas que no deberían funcionar pero funcionan. Las hay de atún y de bacalao y de espinacas. Las hay más o menos babosas, más o menos cuajadas, y luego estaban las de la facultad, que te revestían el estómago para dos cuatrimestres, pero incluso estas podían ir bien, según la hora, con una caña o con un café. Ahora hay quien incluso les pone trufa por encima aunque uno cree que a la tortilla, como a tantas otras cosas, le viene bien quedarse en la humildad. Por supuesto, el de la tortilla es un mundo sin dogmas, en el entendido -claro- de que es siempre con cebolla. Los nutricionistas nos convencen de las bondades de desayunar quinoa o aguacate, pero a uno nada le gusta más que volver a casa, entrar un bar, pedir un pincho de tortilla y, como decía la vieja oración, «in paradysum deducant te angeli», que al paraíso te lleven los ángeles.