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Los yoyós

"Ya no estamos tan civilizados, pues nos comunicamos con insultos. Y hasta hacemos política así. Una política de descampado, sin semáforos. Y en vez de yoyó, todo es yo, yo"

Los yoyós

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Antes de pasar por la literatura del yo, practiqué la literatura del yoyó. No era un género para escribirlo en papel, sino que se escribía en el aire. Los niños y las niñas hacíamos virguerías con el yoyó. Imitar un columpio, dejarlo dormido... Como a los niños no nos dejaban ir solos en el ascensor, teníamos que conformarnos con el yoyó para subir y bajar. Los adultos tenían sus propias reglas y, aunque las cumplieran, podían acabar encerrados en el ascensor. A medida que crecíamos, el yoyó iba sofisticándose, y al final hasta tenía luces de colores. Por aquella época, las luces de colores eran muy importantes. La gente miraba los semáforos como objetos modernos, como pop art de suburbio, pues era en los barrios periféricos donde más se pedía que se pusieran semáforos, porque se atropellaba mucho, y los coches nunca sabían si podían cruzar las calles. Se conducía como se vivía, sin saber lo que va a pasar. Al igual que las macetas, existían dos clases de semáforo, el de exterior y el de interior. El semáforo de exterior, o de calle, lo ponía el ayuntamiento; por eso la democracia tiene tanto de semáforo, porque fueron los ayuntamientos democráticos quienes los llevaron a los barrios. Sin embargo, el semáforo de interior, o de habitación, dependía de cada uno, y su nombre correcto no era semáforo, sino que se llamaba el psicodélico. Las luces del psicodélico iban al compás de la música del tocadiscos. También giraban los discos; pero, no como el yoyó, sino en horizontal. La película Encuentros en la tercera fase nos explicó, entonces, que las civilizaciones nos comunicábamos con luces y con música. Ya no estamos tan civilizados, pues nos comunicamos con insultos. Y hasta hacemos política así. Una política de descampado, sin semáforos. Y en vez de yoyó, todo es yo, yo.

 
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