"No estaba mal, pero ese plato lo haces mejor tú": desengaño triunfal en un famoso restaurante caro
"Lo degustamos con la ilusión que suscitan los planes largamente pospuestos"
Vitoria
Nos habían dicho muchísimas veces que en aquel restaurante antiguo y con solera era donde preparaban mejor un determinado plato de la cocina tradicional. Lo habíamos leído también en reseñas culinarias, en reportajes sobre restaurantes con historia, lo habíamos visto en documentales de televisión en los que entrevistaban al jefe de sala o al cocinero.
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La gracia estaba, además, en que se trataba de un restaurante antiguo y caro, templo gastronómico de la burguesía desde el siglo XIX, por lo que resultaba especialmente atractivo que el plato más famoso de su carta fuera un guiso tradicional, nada sofisticado ni innovador, sino de toda la vida.
“Algún día tenemos que ir allí a comer el famoso plato tradicional”, nos decíamos; pero íbamos demorando el almuerzo previsto.
Hasta que llegó un día especial, ahora mismo no recuerdo si era un cumpleaños o un aniversario de nuestra boda. Decidimos celebrarlo dándonos un homenaje y reservamos en ese restaurante.
La sala y el mobiliario eran muy bonitos. El local conservaba intacta (y, por tanto, un poco decadente) la decoración original de hacía más de 150 años. Ya de entrada, los camareros nos parecieron un poco displicentes, aunque atendían con eficiencia a los comensales, que llenaban el lujoso comedor.
Llegó la comida, un plato único y popular. Lo degustamos con la ilusión que suscitan los planes largamente pospuestos. Estaba bien, aunque la carne nos pareció un poco seca y fibrosa y la verdura estaba casi deshecha, como si el guiso hubiera hervido durante demasiado tiempo.
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Acabamos con un postre muy rico, tan suntuoso como la seda que entelaba las paredes, y un café mediocre. Salimos contentos, más que nada porque habíamos satisfecho nuestro capricho de comer allí.
Ya en la calle, él me dijo algo que nunca olvidaré: “no estaba mal, pero ese plato lo haces mejor tú”.
Fue como si me hubiera coronado con una estrella (no necesariamente Michelin) en la frente. Que él prefiriese mi modesto guiso, preparado en casa con ingredientes comprados por mí y cocinado con utensilios domésticos, a la cocina profesional de un restaurante de tronío, me llegó al corazón. Fue el mejor regalo –de cumpleaños o de aniversario, de lo que fuera– que él podía hacerme en ese momento. Y comprendí cuánto une compartir una comida preparada con cariño.