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Ciencia y tecnología | Actualidad

Por qué pasamos frío en invierno

El ser humano ha evolucionado para resistir el calor, pero no tolera el frío con tanta eficacia. Somos animales homeotermos, pero todo tiene un límite

Una chica se protege contra el frío en Eibar (Gupúzcoa). / Juan Miguel Caballero / EyeEm (Getty Images)

Bilbao

Los animales homeotermos son capaces de mantener su temperatura corporal constante cuando llega el frío. Para ello necesitan reponer mediante el metabolismo el calor que pierden.

Esa pérdida depende, por un lado, de la diferencia entre la temperatura del organismo y la del ambiente. Por otro, del grado de aislamiento. Por esa razón, y si dejamos al margen a los que hibernan, los mamíferos tienen dos formas de responder a la bajada invernal de temperatura: aumentar el aislamiento con el exterior y elevar la actividad metabólica para producir más calor que compense la mayor pérdida.

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Cómo aislarse del frío

Existen varias formas con las que un mamífero puede modificar su aislamiento:

Cambiar la postura corporal para exponer una menor superficie al exterior.

Limitar la circulación sanguínea por la periferia de las extremidades, aunque se enfríen, reteniendo el calor en los órganos vitales.

Actuar sobre el pelaje para aumentar el grosor de la capa de aire que aísla la superficie del cuerpo del exterior.

Por debajo de ciertas temperaturas estas respuestas no bastan y hay que gastar más energía mediante el aumento del metabolismo. Por eso es importante contar con alimento abundante cuando llega el frío o, en su defecto, con depósitos de reservas.

Un linaje que surgió en África

Los seres humanos somos especiales. Somos homeotermos, sí, pero nuestra especie surgió en África y nuestro linaje homínido es africano. Evolucionamos en la sabana y muchas de nuestras características son claro reflejo de nuestra procedencia.

Durante esa evolución nos quedamos prácticamente desnudos y desarrollamos una gran capacidad para sudar y refrigerarnos de una manera muy eficiente al evaporar el sudor sobre la superficie corporal. Tanto, que el desplazamiento a zonas frías nos obligó a vestir ropas con una capacidad de aislamiento adecuado a la temperatura de cada zona. A pesar de eso, la vida en lugares verdaderamente fríos ha exigido esfuerzos considerables para disponer de habitación confortable (gastando en calefacción), vestir ropas de abrigo y conseguir el alimento necesario para comer más.

Cuando los sensores de temperatura que tenemos repartidos por diferentes lugares del cuerpo detectan la bajada térmica, informan al hipotálamo, una estructura nerviosa en el interior del encéfalo. Este responde dando las órdenes debidas, tanto al sistema endocrino como al nervioso. Ciertas órdenes provocan cambios en la circulación sanguínea periférica y en la disposición del pelaje, de manera que se aumenta el grado de aislamiento. Otras elevan la actividad metabólica. En esos ajustes intervienen hormonas tales como la adrenalina, la noradrenalina y las tiroideas, que provocan un aumento del metabolismo. Quienes tienen grasa parda llevan ventaja, porque es un tejido cuya única función es producir calor. Llegado el caso, también tiritamos.

Los mamíferos de zonas frías están, lógicamente, bien adaptados a la vida en entornos helados. Una cría de oso polar mantiene su metabolismo constante hasta 0⁰ C, y se estima que solo llegaría a multiplicarlo por tres a 60 ⁰C bajo cero. Los zorros árticos, perros esquimales y demás grandes mamíferos árticos prácticamente no necesitan elevar su metabolismo salvo a temperaturas verdaderamente extremas, como 25 o 30 ⁰C bajo cero.

Los seres humanos no hemos dejado de ser primates de sabana, por lo que todo esto nos sale muy caro. Un individuo desnudo empieza a elevar su metabolismo al descender la temperatura de 26 ⁰C, aproximadamente, y a 8 ⁰C lo triplica.

De lo anterior se extrae una triste conclusión. El frío es especialmente cruel con los pobres de solemnidad: no solo no tienen recursos para calentar el entorno en el que viven, tampoco los tienen para calentar su propio interior.

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Juan Ignacio Pérez Iglesias, Catedrático de Fisiología, Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

 
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