Hace años, un ministro despachó en el Congreso de los Diputados una pregunta de un parlamentario sobre la pobreza infantil, respondiéndole que uno de los principales problemas de la infancia en España era la obesidad. “La obesidad, señoría”, recalcó el ministro, riéndose, dando a entender que si los niños estaban obesos no podían ser pobres. Como si la obesidad fuera síntoma de riqueza y bienestar. Muy al contrario, la obesidad generalizada es un grave problema de salud y deriva en gran medida de una mala alimentación, en la que faltan los alimentos frescos y abundan los ultraprocesados, mal equilibrados dietéticamente, llenos de azúcares y de grasas poco saludables. En los países desarrollados, la delgadez y los cuerpos atléticos están convirtiéndose en un signo de estatus. Comer bien y mantenerse en forma van camino de ser un lujo al alcance solo de las clases privilegiadas, mientras que en los barrios modestos, de trabajadores, cada vez hay más personas obesas, simplemente porque se alimentan mal. El problema de los malos hábitos alimentarios deriva, en gran medida, de la falta de tiempo. En las familias menos pudientes, todos los adultos trabajan largas jornadas laborales, a las que hay que añadir el tiempo invertido en desplazamientos entre el domicilio y el trabajo. No hay en la familia nadie que pueda dedicarse a lo que hacían nuestras madres y nuestras abuelas: ir a la compra y guisar para convertir ingredientes saludables y baratos en comidas nutritivas y sabrosas. Así que se acaba echando mano de alimentos procesados, que ni siquiera son más baratos que los frescos, pero que vienen ya elaborados. No tener tiempo para nada, ni siquiera para atender a tu propia alimentación, es también una forma de pobreza. * Paloma Díaz-Mas es escritora, catedrática de Literatura sefardí y miembro de la Real Academia Española. Entre sus obras más destacadas figuran El sueño de Venecia (Premio Herralde 1992) o El pan que como.