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La sobreexplotación de los músicos muertos

El poderoso reclamo que suponen los fallecimientos de grandes nombres de la música acaba provocando que abunden los artistas que han publicado más discos tras su muerte que durante su vida

Jim Morrison tirado en el suelo del escenario durante un concierto de los Doors en Frankfurt en septiembre de 1968 / Michael Ochs (Getty Images)

Madrid

“Lo mejor de morirse es que te dejan en paz”, solía decir mi abuelo cuando veía a la muerte rondarle. Tenía razón. El hombre murió y, con todo lo malo que tiene, consiguió que le dejasen tranquilo. Antes de irse rompió, tiró y quemó todo aquello que consideraba suyo y sólo suyo. Quizá si Jimi Hendrix, Janis Joplin o Jeff Buckley hubiesen olido la muerte habrían hecho lo mismo. A ellos, para su desgracia, la muerte los pillo por sorpresa y muy jóvenes.

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Los músicos caídos no alcanzan esa paz que ansiaba mi viejo. Ellos, de algún modo, están condenados a seguir trabajando para siempre. Resulta llamativo, cuando no alarmante, ver la cantidad de discos firmados por artistas que murieron hace décadas que siguen llegando a las tiendas con regularidad. Jim Morrison (The Doors), Elvis, Zappa o el propio Hendrix han sacado más discos muertos que en vida. La maquinaria sigue funcionando. La realidad es que los discos póstumos son una notable fuente de ingresos para los sellos discográficos y para los herederos, que suelen apostar por mantener el legado vivo y la cuenta bancaria activa.

Los custodios de estos legados suelen ser los responsables de la saturación de lanzamientos. Son ellos, quienes en algunos casos sin descaro, rebuscan en cajones, libretas y cintas para encontrar ese tema inédito que justifique una nueva entrega. Y los seguidores pasan por caja, año tras año, década tras década, intentando encontrar en esas viejas grabaciones aquello que sintieron cuando eran jóvenes.

Janis Joplin en San Francisco

Janis Joplin en San Francisco / GETTY IMAGES

En estos viajes por la intimidad hay de todo. Hay maquetas, canciones inacabadas, temas descartados, versiones, demos, composiciones mal grabadas. En este mundo de sobras hay cosas que duelen más que otras, duele la mirada forzada a la intimidad laboral de estos artistas que jamás pensaron que aquellas cosas pudiesen acabar llegando al público. En el caso de Jimi Hendrix, cuatro álbumes editados en vida, vamos ya por la veintena de discos entre directos y grabaciones en el estudio. Hendrix era un perfeccionista, un tipo que medía con cautela sus pasos y su extensa colección póstuma roza la violación de su intimidad. Su padre es el custodio de su obra como lo es la madre de Jeff Buckley, que murió mientras grababa su segundo álbum. La madre del joven cantante ha mantenido la cautela a la hora de mantener a su hijo en las tiendas, pero ya vamos por once entregas entre recopilatorios, directos y discos póstumos.

No se trata de acabar con estos trabajos póstumos que son, en muchos casos, necesarios. Sin ellos nos hubiéramos perdido a Otis Redding silbando el mítico Dock of the bay, un tema que estaba inconcluso cuando el soulman falleció en diciembre de 1967. Tampoco hubiéramos escuchado Pearl, el mejor álbum de Janis Joplin, el disco en el que la texana estaba trabajando cuando murió sola y triste en un hotel de Los Ángeles. No sucedió lo mismo con Amy Winehouse, sus últimas grabaciones habían sido rechazadas por su sello. Cuando la inglesa murió su disco póstumo tardó cinco meses en llegar a las tiendas. Hidden treasures no aportaba nada y fue olvidado rápidamente. Pero Amy tuvo suerte, un aliado. David Joseph, consejero delegado de Universal en Reino Unido, decidió destruir todas la demos de la cantante para evitar futuras tropelías. “Fue una cuestión de moral”, explicó en una entrevista en la revista Billboard.

Frank Zappa ejerciendo como pinchadiscos en un radio de Atlanta en 1981

Frank Zappa ejerciendo como pinchadiscos en un radio de Atlanta en 1981 / GETTY IMAGES

Hay casos y casos. En los años noventa Nora Guthrie, hija de Woody Guthrie encontró en una caja letras y más letras de canciones con las que su padre se entretenía cuando la enfermedad le impedía si quiera alzar aquella guitarra que mataba fascistas. Nora acudió a Billy Bragg y a Wilco para que pusiesen música a aquellas letras que retrataban el mundo interior e íntimo de uno de los más grandes compositores estadounidenses. Aquellas tres entregas –Mermaid Avenue- reactivaron el interés por Guthrie y musicalmente eran fabulosos, pero también se adentraban en aquellas cosas que habitaban en el mundo privado del compositor. El último en ver sus notas convertidas en disco ha sido Johnny Cash (muerto en 2003). En el caso de Cash son poemas, los que almacenó para él solo se han convertido en canciones musicalizadas por amigos como Willie Nelson o Kris Kristofferson y familiares como John Carter Cash o su hija Rosanne. Una mirada a sus cartas de amor y poemas, escritos que quizá Cash nunca hubiera querido hacer públicos.

La cantante de The Cranberries durante una actuación

La cantante de The Cranberries durante una actuación / GETTY IMAGES

Otro caso diferente es el de Frank Zappa, músico hiperactivo que decidió grabar casi todo lo que hizo en vida. Muchas de esas grabaciones fueron editadas durante la carrera del músico, pero Zappa preparó todo para su muerte y creó el ZFT (Zappa Family Trust) para que gestionasen su legado. Hoy en día, tras importantes desencuentros entre sus herederos, ya han llegado más de medio centenar de álbumes desde la muerte del genial creador en 1993.

Lo que resulta incuestionable es el poderoso reclamo que suponen los fallecimientos. La obra de The Cranberries tras la muerte de Dolores O’Riordan se disparó un 986% según datos de Official Charts Company. Cuesta imaginar lo que sucederá cuando mueran Bob Dylan o Neil Young, ojalá se actúe con la mesura que se ha visto en la gestión del legado de John Lennon o Leonard Cohen, por acercarnos más al presente. Lo cierto es que aquellos que no pudieron, como mi abuelo, quemar sus secretos e intimidades, han visto desde sus tumbas como su trabajo descartado ha acabado en las tiendas. Al menos todos contaron con bonitas portadas que ocultaban esa mirada entrometida en su intimidad. “Lo mejor de morirse es que te dejan en paz”, decía mi abuelo. Mi viejo no era músico.

 
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