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Navidad

Imprescindibles en la mesa navideña salmantina

En una mesa navideña no puede faltar: chocolate, turrón, sopas de ajo, mazapán, vino y un buen Roscón de Reyes para celebrar estas fechas navideñas rodeados de la familia

EFE

Salamanca

El turrón

Uno de los productos que marcan la Navidad es, sin duda, el turrón, cuya referencia más antigua puede hallarse en "El Arte de la Repostería", de Juan de la Mata, cocinero real de Felipe V y Felipe VI, o sea, de más o menos 1786. Sin embargo, muchas fuentes documentales acreditan que el turrón es muy anterior a esa fecha, aunque no aparezca en los recetarios. Sí lo hace en la Literatura. De momento, Juan de la Mata, recoge cuatro tipos de turrones: "Turrón blanco a la española", que, según afirma, es mejor que el de Alicante; "Turrón a la francesa", "Turrón más común a la española" y "Turrón de canela", que, añade, es "tan precioso como el primero". Me sorprende, por lo que al final añadiré, que no menciones un turrón a la "italiana".

Lope de Vega, siempre fuente de referencias gastronómicas del Siglo de Oro, cita el turrón en "Rimas humanas y divinas del licenciado Tomé de Burguillos". En uno de los diálogos, uno de los personajes asegura: "Yo a los ángeles mancebos (llevaré) pan de higos y turrón". Tirso de Molina, en "El Burlador de Sevilla", hace varias referencias al turrón, lo mismo que Quevedo la hace en la satírica, hiriente y políticamente incorrecta "Prematica que han de guardar las hermanitas del pecar": "Las fregonas en común valen a media en turrón en el campo, a pastel de ocho en casa, a fruta una libra en verano..." Cómo Cervantes, cronista de su tiempo, también desde la alimentación, recoge turrón, por ejemplo, en "Los Rufianes": "Hay conejo empanado/ por mil partes traspasado/ con saetas de tocino/ blanco el pan, aloque el vino/ y hay turrón alicantino". Curiosamente, los alicantinos, tan reivindicativos de su género y procedencia, nunca mencionan esta cita cervantina. Hay otros clásicos, como Agustín de Rojas, que en su "Viaje entretenido" escribe: "Gozan de todas las frutas/ comiendo las más gustosas/ es amigo del buen pan/ del buen vino y buenas ollas/ del turrón y mermeladas." Se escribió en 1603. Lope de Rueda o Luís Quiñones de Benavente, entre otros, confirman esa antiguedad del turrón, en las letras y las mesas, más allá de los recetarios de la época. En época más reciente, recomiendo la lectura entretenidísima de "Un siglo de poesía satírico burlesca, 1832-1932", del salmantino José Luís Rodríguez de la Flor. Uno de los citados en la obra es José María Villergas, que alrededor del turrón compone unas rimas divertidas y críticas que arrancan así: "Digo a ustedes que me agrada/ ver la gente entusiasmada/¿qué causa su animación?/ ahí es nada,/que llega la temporada del turrón". Más adelante se dice: "Y aun creo que la nación/ podría quizá cual ninguna/ elaborar su fortuna/ elaborando turrón". Un libro maravilloso, escrito con una prosa difícil de encontrar y un tono de nostalgia que perfora, también alude al turrón: "Lo que hemos comido", de Josep Pla. El capítulo dedicado a los turrones incluye estas líneas: "En estos años pasados hemos asistido a la extinción del turronero, que venía de su tierra a vender turrones por estos pueblos y ciudades. Era algo importante, pues la presencia del turronero suponía la garantía de autenticidad de los productos que despachaba". Los salmantinos sabemos que, todavía hoy, las turroneras de La Alberca, se aposentan bajo los portales de San Antonio con esa mercancía auténtica, secular y telúrica que es el turrón. Incluso sabemos de la autenticidad del magistral turrón de piñones que Tobías, de "La Madrileña" de Alba de Tormes, confecciona por Navidad. Finalmente, en "Historia de la Gastronomía", de Harry Schraemli, edición de 1952, habla del "torrone" que halló en Alba, provincia italiana de Cuneo, nombre que proviene de la forma de torre que tenía el preparado, cuya fórmula, asegura, ya aparece en un libro muy raro de banquetes, de un tal Cristóforo Messiburgo, publicada por primera vez en 1549, aunque el turrón aparece ya en la minuta de un banquete servido el 20 de mayo de 1529. Sobre este banquete dice: "Don Hipólito, entonces aún arzobispo de Milán, ofrecía este banquete en día de ayuno y seguramente por eso sólo constaba de poco más de cien platos en honor de su hermano Hércules, duque de Chartres, y más tarde Duque de Ferrara. Como sólo asistieron cincuenta y cuatro personas es de suponer que nadie abandonó la mesa con hambre".

El mazapán

Las figuritas de mazapán forman parte de la bandeja navideña sí o sí. El origen de esta masa no está nada claro. Los italianos se la atribuyen, como los griegos, quienes acusan a los anteriores del robo de la receta. También están los árabes con sus “Mil y una noches”, donde aparece el mazapán, que se emplearía para superar los ayunos del Ramadán e incrementar la resistencia en noches de pasión desbocada. Los cristianos acuden al monasterio toledano de San Clemente para reclamar su autoría, pues de allí salió para atenuar una hambruna. A falta de trigo, azúcar y almendras.

El mazapán en el recetario nacional aparece en el de Ruperto de Nola, en el siglo XV, como alimento de dolientes, o sea, enfermos, porque “lo poco de esto que comen es de más sustancia que cualquier otra cosa, mayormente bebiendo tras ello el sulsido de las gallinas hecho en la redoma”. Mazapán y caldo. Que llegase a las mesas navideñas es una larga historia, como puede apreciarse. Antes, por cierto, pasó por las ceremonias universitarias, en especial en los grados y honoris causa. Un cocinero universitario salmantino del siglo XVI, Domingo Hernández de Maceras, del Colegio de Oviedo, incluyó en su recetario de 1607 la torta de mazapán.

Las doce uvas

Nadie se imagina una Nocheviejas sin uvas y sin embargo, la costumbre de acompañar con doce uvas las últimas campanadas del año no es tan lejana. De hecho, tampoco lo es la de despedir el año con una cena. Se dice que quien abrió esta costumbre fue el restaurante francés Chez Maxim´s en la noche del 31 de diciembre de 1900 quizá por aquello de despedir y cerrar siglo de forma especial. Pero aquello llegó para quedarse, igual que el rito de las doce uvas, que se atribuye a un exceso de uva y un avispado viticultor que vio la oportunidad. Una vez más no hay datos de ello, ni siquiera si es una costumbre nacional o importada de Italia. Rafael Anson se va más lejos y atribuye a los judíos la costumbre de igualar con frutas los buenos momentos vividos con los amigos, de este modo las uvas recordarían los doce meses rodeados de amigos. El caso es que no es posible una Nochevieja sin uvas.

Sopas de ajo

Se va imponiendo la costumbre de reponer fuerzas a medio camino entre las doce uvas y el amanecer con unas buenas sopas de ajo. Agua, pan, ajo, pimentón, laurel y aceite de oliva son la esencia de la Sopa de Ajo, tan antigua como el pan y como el agua, dicen los exagerados.

Mikel Corcuera en su libro “Recetas de Leyenda” las lleva al tiempo de los vacceos, que las tomaban antes de entablar combate con los romanos: eran tonificantes, daban calor y fuerza, dice, y quizá por eso muchos echan mano de ellas después de una noche de juerga. Ramón Pérez de Ayala en “Troteras y danzaderas” escribe: “Vamos, hijos, meteos por las sopas de ajo, que no hay nada como eso después de una juerga”.

Y quien dice juerga dice madrugada cargando pasos o desfilando, porque suele ser el reconstituyente de muchos nazarenos de Castilla y León, tierra a la que la Wikipedia atribuye el origen de la sopa de ajo, aunque haya tantas sopas de ajo como regiones españolas, según Laureano Canseco. Y ahí está “La Guía del Buen Comer Español” de Dionisio Pérez, Post Thebussen, señalando de ellas que algunos cafés de Madrid “llegaron a alcanzar fama resonante y dineros hasta enriquecerse, procedían de La Mancha”. Para más adelante añadir que Alejandro Dumas “comió las sopas de ajo con enorme prevención y le parecieron bien. Copió la receta que le dieron y la divulgó en Francia, salvo que en su horror al aceite preceptuó en su receta la grasa sin precisar cuál debía emplearse”. Post Thebussen reconoce a las sopas de ajo “plato nacional” y por lo tanto extendido por el país con peculiaridades.

En cualquier caso, son también plato de cuaresma, como recuerda Ventura de la Vega en la receta que le ofrece al gastrónomo Ángel Muro y que este incluye en su recetario “El Practicón” a principios del siglo XX. Dice Ventura de la Vega antes de aludir a su consumo en Cuaresma que es “Un suculento plato, base de toda la mesa castellana”. Lo dice y lo canta porque incluye una partitura de José María Casares. Podríamos decir que las sopas de ajo tienen himno.

Y no tuvieron buena prensa en su momento.

A caballo entre el siglo XIX y el XX la Condesa de Pardo Bazán en uno de sus recetarios de cocina tradicional escribía de las sopas de ajo lo siguiente: “modesta sopa del pueblo y de la clase mesocrática española. Como el gazpacho será rehabilitada un día porque es sana, apetecible y hoy ya se sirve en Cuaresma en mesas muy aristocráticas”.

La Condesa da la receta de sopas de ajo y otra de sopa de ajo fácil.

Que la sopa de ajos no debía ser entonces muy aristocrática lo demuestra el hecho de lo difícil que es encontrarla en los recetarios. Y eso que sopas con pan las encontramos en el “Nuevo arte de cocina” de Juan de Altamiras (1767) aunque mucho más sofisticadas que las de ajo. En 1837, Mariano de Rementería incluye en su “Manual del cocinero” una “Panatela o sustancia de pan”, que es una cocción de pan “con agua común” que al empastar se añade manteca de vaca y sal y un batido de yemas de huevo, que considera el autor “alimento excelente para niños y ancianos”. También incluye una “Sopa natural” que no es sino verter sobre pan tostado u horneado “caldo de la olla”. Tanto la Condesa como Muro colocan a las sopas de ajo en su sitio, aunque sabemos que más allá de los recetarios estaban ahí,

La literatura nos habla de sopas de ajo en casas de comida al terminar el teatro, el concierto o la juerga nocturna. Y de aquí a la Navidad. Está en el menú de Casa Botín, en Madrid, considerado el restaurante con más antigüedad y algunos de sus ilustres clientes incluyeron las sopas de ajo en algunas de sus obras.

Galdós, por ejemplo, las incluye en “La Batalla de los Arapiles” (Episodio Nacional) pero también en “Tristana” cuando Horacio al escribirle una carta a esta le confiesa: “Si no te enfadas ni me llamas prosaico te diré que como por siete. Me gustan extraordinariamente las sopas de ajo tostaditas”.

Y es que hay sopas de ajo que bien hechas se merecen todo: Almudena Grandes en su novela Inés y la alegría alude a unas sopas de ajo “muy ricas” tanto que su autora confiesa de “Perdigón ha dicho que están para cantarlas coplas”.

De Larra, en “El casarse pronto y mal” -- “en ninguna novela se dice que coman las Amandas y los Mortimers, ni nunca les habían de faltar unas sopas de ajo””—a Delibes las sopas de ajo forman parte de la literatura en español, en prosa más que en verso, aunque en verso se podría aplicar a nuestras sopas de ajo lo que Ricardo de Vega dijo de la sopa en general: “Siete virtudes tienen las sopas; quitan el hambre y dan sed poca. Hacen dormir y digerir. Nunca enfadan y siempre agradan. Y crían la cara colorada”.

José Manuel Iglesias, en un texto titulado “Letras con denominación de origen” denomina a las sopas de ajo “campechanas” y alude a ellas como desayuno clásico del Madrid castizo evocando a Cela, que en su “Viaje a la Alcarria”, en la parada de Gárgoles de Abajo, le sirven unas sopas de ajo y una tortilla de escabeche; se lo sirve una criada guapa y enlutada en la que Cela ve a una dama mora. De Granada es Mari Luz Escribano Pueo autora de un libro de memorias infantiles titulado “Sopas de ajo”.

 Chocolate

Nada apetece tanto como un chocolate caliente con churros o porras en tarde de frío o en la primera madrugada del año.

“Canto las armas y el varón famoso

Que primero le trujo a nuestra España.

Sea Cristóbal de Colón glorioso,

Sea Cortés autor desta hazaña:

Su nombre se celebre en numeroso

Verso que la nación extraña”.

Estos versos, entre otros, escribió Castro de Torres, un entusiasta del chocolate, donde deja cuenta que primero Colón y luego Cortés introdujeron desde México el chocolate, que después extendieron por Europa las mujeres de los reyes franceses Luís XII y Luís XIV. Para entonces, las damas españolas ya disfrutaban del chocolate especiado en secreto confiando en sus dotes afrodisiacas, según la leyenda que adornaba a Moctezuma. Él y los suyos habían recibido de los dioses esta maravilla.

“Ambrosía de los dioses”, le llamó Foucauld en La Sorbona, templo de la sabiduría. Pero también tentación para el pecado de la gula, a la que sucumbe el cura de “Chocolat”, de Joanne Harris, atraído por las maravillas de “La Praline”. Su protagonista hace bueno aquel dicho que asegura que:

“El chocolate excelente

Para que cause placer

Cuatro cosas debe ser:

Espeso, dulce, caliente

Y de mano de mujer

Y parece que el chocolate y la mujer tienen una relación especial. Nadie como Joanne Harris ha exaltado el gusto por él en sus novelas, y nadie como Giaconda Belli ha escrito en versos sensaciones relacionadas con el chocolate:

“Comiendo chocolate pienso en tu piel a mordiscos”.

Con sexo y Chocolate termina la novela de James Runcie “El secreto del chocolate”. Hay emoción a raudales en medio de la turbulenta historia moderna de Europa en la minimalista y bella “Sabor a chocolate”, de José Carlos Carmona. ¡Cómo ignorar la bellísima “Como agua para chocolate”, de Laura Esquivel, donde se aclara que estar como agua para chocolate es estar a punto de explotar de rabia o pasión. Hay mucha pasión en los relatos recogidos por Kay Allenbaugh “Chocolate para el alma de mujer”.

¡Qué mujer no ha visto sus defensas desplomarse ante una caja de chocolate!, dice Isabel Allende en su “Afrodita”, respondiendo a la pregunta de si el chocolate es o no afrodisiaco.

Quizá en ello resida su éxito en la corte española, pero también fuera de ella, que llevó a María de Zayas a asegurar que el chocolate “en todo se halla, como la mala ventura” o dicho de otra forma “el chocolate en Madrid, se usa como el tabaco”.

El mismo chocolate que provocó una polémica eclesiástica sobre si rompía o no el ayuno en Cuaresma, hasta que terció el P. Escobar afirmando que “aunque espeso, era líquido”.

A la taza, en bombón, en sorbete, acompañando platos de caza, en helado, el tableta, untado en pan, en tarta, salpicando magdalenas y bollos, en caramelos… El chocolate forma parte de la gastronomía como de nuestra vida y nuestra historia, aunque mexicano en su origen. Un viaje maravilloso que comenzó centenares de años antes de Cristo en la profunda Sudamérica y alcanzó su cénit en Viena con la exquisita tarta Sacher, de Franz Sacher, por ejemplo.

¿Alguien imagina nuestra vida sin chocolate o sin haber leído el fantástico cuento “Chalie y la fábrica de chocolate”?

Volvemos a Gioconda Belli para recordar su “Placer de chocolate”

“Un cuadrado oscuro de chocolate tiene para los dientes el mismo efecto sensual que el lodo en los pies traviesos de la niñez”

El Roscón de Reyes

El roscón de Reyes marca la gastronomía del Día de Reyes o la Epifanía. Una fiesta simplona hasta el siglo XI, como asegura, entre otros, Pepe Rodríguez en su libro “Mitos y ritos de la Navidad”. Pero a partir de ese siglo la cita se anima y el día se hace más festivo. Y para ello se rescata una tradición que algunos sitúa en Grecia y otros en Roma.

Néstor Luján en su obra “Nuevas recetas de Pickwick” remite la fiesta del roscón a las Basilindas griegas, y otros a las Saturnales romanas. En estas saturnales recogidas por Macrobio existía la costumbre de esconder un haba y liberar al esclavo que la encontrase. Al principio se escondía en la casa, después, seguramente, en un pan que se repartía. El roscón, así, tiene dos elementos que no hay que olvidar: el haba, la semilla, que evoca el origen de la naturaleza, y la forma circular del pan y el roscón, que simboliza la vida eterna, sin principio ni fin. Redondas serán las roscas y las pastas de las ofrendas, y redondo es el roscón que recuerda la adoración al Niño recién nacido, como redondo es el hornazo que se comía por Pascua de Resurrección.

Los historiadores parecen estar de acuerdo en que fue el rey francés Eduardo III el que impulsó la fiesta: se escondía un haba en un pastel y el niño que la encontrase era aclamado como rey. El rey bebé que Jordaens recogió en uno de sus cuadros así llamado: el Rey Bebé. Y a partir de aquí debió extenderse. Julio caro Baroja en su obra “El Carnaval” señala que hacia el 1.300 se celebraban fiestas parecidas en el reino de Navarra, y un poeta andalusí, Ben Quzman, alude a una tradición parecida entre los cristianos andaluces.

Francia es, en cualquier caso, donde la fiesta tiene arraigo. Allí se llama “Gateau de Rois”, pastel de Reyes, y en otros puntos “Galette de rois” y su celebración constituía una gran fiesta en la Corte, como relata en sus memorias Dubois, un camarero de Luis XIII, incluso el cronista Vanderpyl, citado por Dionisio Pérez, Post Thebussen, alude a la confitura de las frutas como símbolo de las piedras preciosas que representan la riqueza y nobleza real: las famosas frutas escarchadas, cuyos colores evocan los zafiros o topacios, por ejemplo.

El vino

No se entiende el vino cualquier día del año, por supuesto en Navidad, ni sin consultar a nuestros clásicos, que tanto escribieron de él. Gonzalo de Berceo reclamaba un vaso de “bon vino” por su tarea y Juan Ruíz, el Arcipreste de Hita, advertía de que el vino “Face temblar los miembros, todo seso olvida”. Hay, por cierto, un trabajo maravilloso del profesor Bienvenido Morros titulado “Propiedades del dinero y el vino en el Libro del Buen Amor”.

Qué decir de Lázaro, a quien el vino deja al tiempo sin dientes y le sirve para curar sus heridas en un episodio dramático y cómico a la vez del “Lazarillo del Tormes”. No hay mejor elogio del vino que el que hace su paisana, Celestina, a quien servía de abrigo por la noche, vestido en Navidad, y hormona de la felicidad. El vino, decía, quita la tristeza del corazón más que el oro, da fuerza al mozo y color al descolorido, da coraje al cobarde, al flojo diligencia y conforta los cerebros. Alimenta y sana. En la segunda parte del Lazarillo, este se salva de morir ahogado en el fondo del mar gracias a llevar el estómago lleno de vino.

Quevedo no tuvo escrúpulo en beber vino con un mosquito en él y lo convirtió en soneto:

“liendres de la vendimia, yo os admito

En mi gaznate pues tenéis por soga

Al nieto de la vid, licor bendito.

Góngora también tuvo al vino en sus poemas y al recordar los festejos por el nacimiento del Príncipe don Felipe Domínico Víctor escribió:

Parió la Reina, el Luterano vino

Con seiscientos herejes y herejías,

Gastamos un millón en quince días

En darles joyas, hospedaje y vino.

Tampoco Lope de Vega se sustrae al encanto del vino y éste forma parte destacada de su obra “El galán de la Membrilla”.En una de sus escenas se dice:

"Si con su padre topares, esta carta has de sacar, diziéndole que a conprar viene un hombre a Manzanares, el vino de su bodega y le escrive por saber si se le querrá vender, porque tragina y trasiega quanto ay aquí y en Menbrilla para la corte"

El vino riega la famosa cena de Baltasar del Alcázar, ilustre poeta gastrónomo; el vino descubre en Nápoles nuestro Licenciado Vidriera, el vino acompaña las picardías de Guzmán de Alfarache y los mejores momentos de Sancho, que recomienda a su señor para sus curas romero, aceite, sal y vino.

Nada como la lectura de “El vino en los clásicos castellanos” para comprender cuántas grandes letras inspiraron los vinos.

 
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