El escrache como síntoma
Pete Russo es un congresista borrachín, cocainómano y mujeriego en la serie televisiva 'House of Cards', la versión estadounidense de la premiada adaptación de la BBC de la novela de Michael Dobbs. Fácilmente chantajeable por sus debilidades y aterrado por la idea de perder sus privilegios políticos, Russo obedece la consigna de su superior en rango Francis Underwood -interpretado magistralmente por Kevin Spacey- y acepta ahogar financieramente la base naval localizada en el distrito que representa, lo que supone dejar en la calle a miles de sus votantes.
Su vida se convierte entonces en un infierno. Cartas, correos electrónicos y llamadas inundan su despacho del Capitolio. Insultos, amenazas de muerte y reproches descarnados le recuerdan quién le dio su escaño y con qué objetivo.
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En Estados Unidos los congresistas viven muy pendientes de un electorado que les ata en corto y les recuerda cada minuto cuál es su responsabilidad como representantes democráticos electos. Por eso nos sorprende en ocasiones observar el quebradero de cabeza que puede suponer para la Casa Blanca sacar adelante un proyecto legislativo, a pesar de contar con mayoría en las cámaras.
Nuestra clase política, acostumbrada a diluir su responsabilidad individual en unas listas cerradas y una disciplina de partido que dejan muy poco margen a la discrepancia, se ha visto desagradablemente sorprendida por un fenómeno como el escrache, una forma de protesta heredada de Argentina por la que los ciudadanos someten a un acoso insoportable a los representantes que no se avienen a sus demandas. La plataforma antidesahucios liderada por Ada Colau ha puesto en práctica esta forma de presión -apoyada por la ciudadanía, dicen los sondeos- y la última víctima ha sido el diputado y vicesecretario de comunicación del PP Esteban González Pons. Una multitud enfurecida se plantó ante su casa en Valencia y llamó a la puerta y profirió insultos durante casi una hora. Dentro, atemorizados, solo se encontraban los hijos del popular político.
Tras una primera fase en la que la indignación popular se volcó sobre el colectivo de nuestros representantes rodeando el edificio del Congreso, debidamente protegido día y noche por valles metálicas y fuerzas del orden, la atribución de culpas y la demanda de respuestas se concentran ahora individualmente. Las redes sociales permiten una capacidad de organización y de acción inmediata que han desarmado la intimidad protectora y el anonimato inmune de los que gozaban los políticos. Como todo fenómeno nuevo, el escrache nace plagado de excesos y despropósitos, y el único modo de ponerle coto será a través de la ley. Cualquier conato de violencia o la invasión de la intimidad de los acosados- y por supuesto, de sus familiares-deberán ser evitados y sancionados si se producen.
Pero es imprescindible y urgente entender que la democracia del siglo XXI será distinta a la del siglo pasado. Si la clase política quiere evitar que se le acabe viendo como una casta atrincherada -no perdamos de vista a Italia- deberá recuperar su conexión con la ciudadanía y, en vez de escandalizarse cuando sufra directamente el aumento de temperatura en la calle, comprender que la democracia, como cualquier ser vivo fuerte y sano, necesita a veces fiebre para crecer.